sábado, 19 de junho de 2010

La adiestradora









1.

Sé que mucha gente conoce la sensación de estar en una vida menor que la suya. De tener menos amigos y conocidos de los que en algún lugar estaba previsto tener. De pasar días sin hacer nada, cuando, por alguna brecha en el tiempo, debería ser posible afluir hacia una corriente más intensa de acontecimientos, encuentros, descubrimientos. De sentir la inutilidad de extender el brazo porque la verdad y la belleza siempre se retraerán al toque. Yo, desde luego, la conozco bien. Durante treinta y siete años estuve solo mirando. Como dentro de una tienda. Solo mirando.

Vamos a decir que haya sido en la mañana del quince de mayo de dos mil uno. Me encantan las fechas, por lo absurdo que es intentar medir materia viva, sujetar el tiempo con alfileres en una regla. Hasta donde sé, un acontecimiento contiene todas las fechas, todo tiene por lo menos una víspera y un día siguiente, más las vísperas de las vísperas y los días siguientes de los días siguientes. Pero puedo decir que en la mañana del quince de mayo de dos mil uno mi vida cambió. Sin añadirle el “para siempre”, porque tal vez nada cambie una vida para siempre. Más que simplemente cambiar: aquella mañana, mi vida fue finalmente tirada, a la fuerza, de vuelta a su propio curso.


2.

Una cortina de agua caía allá afuera, dejando borroso el cielo, las copas de los árboles y los techos de las casas. Todavía no eran las siete. A esta hora el mundo todavía es nuevo, todo puede rehacerse y mejorarse, antes del primer abrir de párpados. Y si la lluvia lo lava todo así, mejor, es un comienzo limpio. Halé la frazada hasta llegarme al mentón, pero no hizo ninguna diferencia. Vino el primer estornudo del día, después otro, y toda la serie que conozco tan bien desde pequeña.

Hugo ya se había bañado, debía estar oliendo a jabón. No existe, dicen, simetría en la naturaleza, pero leí en algún lugar que, tal vez por eso mismo, los ojos humanos la buscan constantemente. Y que tal vez también _ y aquí ya no sé si lo leí o si lo estoy inventando _ lo que llamamos de belleza física sea lo que más se acerca a la simetría perdida. No importa. Si era lo que mis ojos buscaban, lo encontraban todos los días en las dos mitades de su espalda y en las piernas, que eran mi parte preferida. Los músculos eran un conjunto armonioso, funcionando en silencio mientras cogía el cinturón de la percha y se lo hacía deslizar alrededor del pantalón, estiraba los brazos y se ponía la camisa social azul clara. Hugo tenía ese don, el de no hacer ruido. Cuando entrenaba solo en la cancha de tenis, el único ruido era el de los choques de la pelota contra la raqueta y contra la pared. En el despacho de casa, uno tenía que estar bien cerca de su mesa para oír sus dedos tocando el teclado del ordenador. (Yo estaba siempre bien cerca, principalmente tarde en la noche, encogida en el sofá al lado de la mesa, aprovechando el arrullo del sonido de las teclas para dormir como un bebé.) Él iba a viajar a Nueva York dentro de algunos días para ver a un cliente que estaba demandando a los propios padres y a la hermana por causa de la herencia de un abuelo. Todavía no había decidido si me llevaría o no. Por si acaso, yo quería desde ahora ir guardando unas imágenes para los días en que tal vez me quedase sola. Pero prefería observarlo sin hablar nada, porque decir lo que yo sentía siempre desencadenaba una pequeña maldición. Todas las veces que le dije con todas las letras que lo amaba, el castigo vino infalible. Un día se lo dije sin pensarlo, despertándome, como lo estaba haciendo ahora. Aquella noche él apareció mucho más tarde de lo normal en casa, después de haber tomado algunos whiskies con el socio, y fue desagradable conmigo, seco; sin contar que sus manos estaban ásperas y su toque me hizo sentir sueño. Nunca voy a saber si fue por causa de la bebida o de la compañía _ Claudio no me soportaba ni yo a él. La sociedad de los dos tenía la misma edad de mi matrimonio, cinco años. De mi parte, nunca dije nada contra que los dos abrieran un bufete, al contrario de él, que varias veces insinuó que Hugo merecía a alguien mejor, más rubia, con pechos más grandes quizá, como las novias que él iba juntando una atrás de la otra. Cuando el matrimonio de hecho ocurrió, Claudio decidió callarse para siempre, pero la opinión permaneció también para siempre en sus ojos, claramente visible para mí. La segunda vez, le escribí una nota apasionada y se la puse en la carpeta. Pues bien, dos horas después de escribir esa nota fui a nadar al club, como siempre, pero resbalé en la escalera y me di en la quijada contra el borde de la piscina. Me pasé la mañana en la sección de urgencias del hospital, acompañada del profesor impaciente que no dejaba de mirar el reloj y contar las clases que estaba perdiendo, y salí de allí con tres puntos. La última vez (tres es el número que nunca tengo la osadía de sobrepasar), el efecto de decirle “te amo” fue tan solo el de dejarlo aún más callado que lo habitual. Entonces, nada de notas ni de frases dichas en un impulso, estaba decidido, podíamos vivir sin eso.


3.

Me puse los zapatos y bajé a la cocina. Preferí, como siempre, no tocar el diario. Me tomé la primera taza de café, la segunda, y solo entonces pensé en comer. Vi que el horno estaba encendido y que los pedazos de pastel que estaban dentro estaban casi quemándose; la racha de vapor caliente que me llegó al rostro cuando lo abrí mejoró por un momento la alergia. Comer pastel en el desayuno no es lo mejor que pueda comer alguien que tenga problemas respiratorios, ya se lo pedí tanto... Pero Elza solo hace lo que quiere. Debía insistirle más, lo sé, a fin de cuentas, yo era la dueña de la casa. Pero doblegarle la voluntad a alguien, sinceramente, no sé hacerlo. Si existiera un instrumento para medir la presión que cada uno puede ejercer sobre los otros, comenzando por “suplicar” y yendo hasta “coaccionar”, la aguja conmigo pararía, temblando, con mucho esfuerzo, en “pedir delicadamente”. Pero nunca encaré como un problema el hecho de ser incapaz de hacer que me obedezcan. Y no lo había sido realmente, hasta entonces. Primero, nací hembra. Segundo, en una familia de gente común, de la media, resultado del matrimonio de un ama de casa carioca con un comerciante de Goiás, a inicios de los años sesenta, cuya mayor aspiración era ser igual a todo el mundo. Crecí como cualquier otra niña, entre fuertes apaches y muñecas Susy esparcidos por el piso del apartamento, esperando un día ser una azafata linda, de pelo lacio y voz suave. Una azafata que hablara inglés, que tuviera un romance de amor secreto con el comandante y que ayudara a salvar el avión amenazado de explotar por un espía ruso, inconforme con el horror que la cicatriz de su rostro me había despertado cuando él intentó besarme por la fuerza.

Nací aquí mismo, en la ciudad más bella y húmeda del sudeste brasileño. Parece que el clima de Santos es peor, no conozco Santos. Nunca he llamado la atención, ni por ser bonita, ni por ser fea; ni por estar, ni por no estar en una sala. Algunos años fui gordita, otros flaca. Usé gafas desde los ocho hasta los treinta años, cuando la hipermetropía quedó reducida al grado normal de todas las personas, que, solo por curiosidad, no es cero. De ninguna manera fui una persona con gracia, con los hombros curvados y los ojos siempre buscando el piso. Exprimida entre dos hermanos, lo tenía todo para haber sido la princesita de mi papá, pero nunca lo fui. Fui, eso sí, la víctima _ voy a intentar ir más despacio con las palabras _ habitual de la camada de tres hijos: uno de los padres elije al mayor, el otro elije al menor y el del medio... bueno, décadas después él o ella entiende que aquello, si no era la libertad, era por lo menos una gran suerte, crecer lejos de la vista amorosa y tiránica de un adulto. De ahí que la palabra víctima sea una exageración, pero ya la usé, paciencia. Cuando mi hermano menor murió de neumonía, a los siete años (un ángel, el más bonito y más inteligente de los tres), supe que había perdido para siempre cualquier chance de ser especial.

Los niños que vagan así desapercibidos rinden recuerdos interesantes, años después. Por ejemplo, una tarde de verano. La frente apoyada en la verja verde descascarada del portón de la casa de mis tíos en la sierra donde pasé todas las vacaciones hasta los catorce años, mirando hacia la carretera de tierra. Un coche pasaba de vez en cuando, sin levantar polvo (llovía todos los días después del almuerzo). Yo estaba, como siempre, lejos de los otros niños. Había algunos gatitos recién nacidos en una caballeriza cerca de allí, pero yo no podía ir a verlos, como había hecho todos los otros días, porque el jardinero, con miedo al cariño letal de los niños, le había puesto una cadena a la puerta. Yo soñaba con los gatitos aún ciegos y no dudo que en medio a la ternura que sentía por ellos no hubiera también alguna maldad, también ciega y tanteadora. Tres mujeres aparecieron en la carretera. Tenían pañuelos amarrados en la cabeza, venían caminando y riéndose, a veces tropezando unas con las otras de tanto reírse. Eran tan parecidas a todas las otras chicas del lugar, que cocinaban y trabajaban de día en las casas de veraneo y volvían después de la cena a sus propias casas, que yo no podía imaginarme de dónde eran. Pasaron por el portón sin verme, pero una de ellas, al volverse para decirle algo al oído a la otra, me vio sin querer. Me mostró a las otras. Las tres se acercaron, curiosas. Me pareció que quizá fueran a decirme por qué se divertían tanto y les sonreí también. La que ya estaba bien cerca del portón se bajó para mirarme a la cara, después saltó, haciendo una mueca de susto y las tres salieron corriendo, tropezando unas con las otras, soltando carcajadas, de vuelta a la carretera.


4.

El silencio en la cocina era extraño. El silencio y el hecho de estar sola. Hugo no podía haberse ido sin despedirse, jamás había hecho eso durante todo el tiempo en que estábamos casados. Su taza y su plato estaban intocados, lo que tampoco era normal tan cerca de la hora de salir. Había otro plato y otra taza en la mesa. Claudio debía haber aparecido para ir juntos al centro de la ciudad, hacía eso muchas veces. Fred entró de pronto, corriendo, y vino directo a atacar la punta de mi ropón de franela. A mí me encantaba encontrármelo por la mañana. Los colmillos afilados me halaban el dobladillo del ropón para un lado y para el otro sin parar. Por fin, pude agarrarlo en brazos. Él intentaba alcanzarme el rostro con el hocico, que era la única parte fría del cuerpo agitado. Para mí era un bebé, aunque en una cuenta aproximada ya debería estar entrando en la adolescencia.

En algún lugar suspendido por encima del pasado existe una jauría mítica con todos los perros que he tenido, perros que nunca convivieron entre sí porque unos fueron los sucesores de otros, como consuelo cada uno por la muerte del otro. De esta jauría, Fred es el punto máximo. El primero fue un pequinés negro, Indio, siempre irritado, los colmillos inferiores proyectados hacia fuera. Después, cuando los pequineses fueron aparentemente extinguidos, vino Jujú, la cocker spaniel pelirroja, y entonces mis padres, mis hermanos y yo conocimos el amor verdadero _ aunque a veces incómodo, como el amor verdadero puede ser. Cuando mi abuela murió, Jujú se pasó cinco días postrada en un sillón de tela, sin comer. Pero las orejas de un cocker dan mucho trabajo y con Jujú la casa pasó a tener olor a perro. También por eso, cuando murió, pasado el tiempo del luto en el cual toda la familia juró jamás volver a tener otro perro para no pasar de nuevo “por aquello”, hubo un gato. Pero el gato nunca tuvo un interés especial por ninguno de nosotros; se fugó una mañana de Navidad y nunca más apareció. No me acuerdo más de su nombre. Después vino Bob, un basset. Bob no tenía olor y era muy inteligente. Más que Torcuato, mi hermano _ según mi padre, cuando bebía más de lo normal y se las daba de gracioso.

El boxer fue una experiencia radical, cuando la familia se mudó para un apartamento más grande, en el Puesto Seis. Todo el mundo le tenía miedo al boxer. Era perfecto para los niños, decían, pero los tumbaba al piso con su efusión. Fue el primero que trajo la cuestión inusitada de obedecer órdenes. Era necesario hacerlo obedecer o él dominaría la casa, pero ninguno de nosotros, como ya he explicado, quería o le gustaba estar ante este dilema. Entonces, este boxer, como tantos otros perros de tantas otras familias, un día fue “para la finca” – sea lo que sea que esto quiera decir. No era la tal casa en la sierra de la que hablé antes; era otro lugar, lejano y vago como el cielo o el infierno. Sería mejor, “¡mucho mejor!”, para él y para todo el mundo. Ya viviendo sola, tuve una Yorkshire, pero me ponía nerviosa, era demasiado delicada. Y ahora, después de insistirle mucho a Hugo, tenía el labrador de ocho meses, que reunía todas las cualidades de los otros con una relativa ausencia de olor y una alegría inagotable. Ya estaba enredada en el piso con él cuando Hugo entró en la cocina. Me percaté que la camisa que se había acabado de poner estaba empapada de sudor, a pesar del frío. Su mirada ganó una sombra peligrosa cuando me vio con el perro. “Ven un minuto al garaje conmigo”, me dijo. Y antes que yo pudiera preguntarle por qué, me dijo: “¡ahora!” y me agarró por el codo con los dedos apretándome como si fuera una pinza fría.


5.

Mejor brincarnos la descripción técnica, incluso porque entiendo poco de coches. Solo me di cuenta de lo que había ocurrido cuando él abrió de par en par la puerta del jipe y me sujetó de frente a los asientos de cuero dilacerados. El relleno del asiento del chofer lo habían halado hacia afuera; muelles y cables aparecían en medio a los harapos. Una patada suya acabó de tumbar el resto del parachoques. La otra parte estaba por el piso, esparcida en pedazos retorcidos. Me hizo darle una vuelta alrededor al auto para que viera los arañazos por toda la latería. Sentí que esperaba una explicación e intenté desesperadamente encontrar mi responsabilidad en aquello. ¿Yo habría dejado la puerta del garaje abierta? ¿Algún vándalo habría pasado la noche allí dentro? Hugo solo me encaraba, poseído, hasta que explotó:

_ ¡Fue la porquería de tu perro! ¡Lo quiero fuera de esta casa, hoy mismo! ¡Ahora! ¡O salgo yo!

¡Tu perro! ¡Mi perro! Tuve que taparme la boca con la mano. Él nunca me había gritado antes, ni el día que le di sin querer una patada a las botellas de Brunello di Montalcino que él había acabado de sacar, con todo cuidado, del coche anterior a aquel. Pero todavía no era lo peor: Claudio – solo ahora lo vi – estaba recostado en un rincón, mirándome con una cara de piedad asqueada. Siempre me pareció horrible su pelo, rizado como el de un chico grande y malo. Señaló para la ventanilla del auto, para que yo viera lo que había sobrado del notebook de Hugo _ más o menos dos tercios. El ordenador estaba en el asiento trasero del auto y continuaba cerrado, a pesar de estar destruido, y parecía un extraño sándwich mordido. El teclado negro que arrullaba mis sueños en el despacho prácticamente no existía más.

Prefería haber sido yo toda masticada y revirada del lado contrario, cualquier cosa, menos pasar por aquellos dos días en los que no nos hablamos, a no ser para pedirle disculpas, que solo lo irritaron más todavía. Ante la emergencia, dejé a Fred en la casa de mi vecina, Inés, pero no se podría demorar demasiado por allá porque todo le resultaba extraño, ladraba mucho, iba a molestar en las sesiones de los pacientes que ella recibía en casa. Fue ella quien me dijo, más tarde aquella misma mañana, mientras yo aún lloraba delante de otra taza de café, que a veces yo soy de una inhabilidad conmovedora. A propósito de que yo haya intentado proteger al perro cuando Hugo quiso tirarle a la cabeza el extintor del coche.

_ Tal vez si tú hubieras intentado calmarlo, en vez de abrazar al perro... en fin, si te hubieras puesto un poco más al lado de él, quien sabe... pero eso no importa ahora, deja un poco de tomar café, estás con la lengua marrón.

No lograba dejar de pensar en el día en que Hugo me había llevado para ver el coche, unos dos meses antes. Estaba enamorado del Land Rover, pero quería mi aprobación aun así. Como si yo fuera capaz de no aprobar alguna cosa que lo dejaba entusiasmado de aquella forma. Yo no podía ni siquiera imaginarme qué es lo él estaba sintiendo ahora porque no había nada, ningún objeto que hubiera deseado tanto. Con relación al notebook, yo era más fría. Los ordenadores son traicioneros por naturaleza. No estoy huyendo de la responsabilidad por la destrucción de una máquina cara y por todo lo que estaba dentro de la misma, no es eso. Pero es que, para mí, lo que se guarda en un ordenador ya está bajo amenaza y es un milagro que sobreviva. Si no es un perro, será un niño, una falta de luz, un ladrón: por más que duela, todo aquello, en el fondo, fue hecho para perderlo.

Las cosas no mejoraron con el tiempo, como yo secretamente esperaba y siempre espero. Inés tenía razón. (Conocí a poca gente en la vida que tuviese tanta razón y tan frecuentemente como Inés.) El gran error no había sido dejar al perro durmiendo en el garaje en una noche de lluvia, cualquiera podía haberlo hecho. El gran error había sido protegerlo en aquel momento. Era más fácil pensar que había sido un impulso, pero la verdad es que si yo hubiera tenido un segundo, diez, un minuto entero a más para pensar, habría hecho lo mismo. Ninguna situación imaginable justificaría abandonar a un perro de meses ante un hombre ciego de odio y con un botellón de metal en la mano. No había salida, no podía más deshacerlo. Y los días horribles que vendrían después ya estaban todos en la mirada de herida furiosa que él me devolvió antes de dejar el extintor en el piso con un estruendo y marcharse.

Noches seguidas intenté recostar levemente las manos o las rodillas en sus espaldas, y él respondió echándose más hacia el otro lado de la cama. No somos buenos en conversar, nunca lo hemos sido, por eso ni lo intenté. Lo que decidí fue quedarme menos tiempo en casa, para ver si él me echaba de menos. Iba bien temprano para mi consultorio y volvía casi a la hora de dormir. La sala todavía tenía olor a nuevo, como el día en que él me la había regalado, hace un año. Me pasé varias tardes recostada sobre la enorme mesa de masaje, mirando hacia el cerro Dos Hermanos a través de los cristales dobles que dejaban afuera todo y cualquier ruido. No más que cinco clientes se habían acostado en aquella mesa. No sabía cómo hacer para que la gente fuera a buscarme, prefería que otros me indicaran. Otros me indicaron, algunas veces, pero pocas. En una de ellas, un hombre muy pálido y afeitado hasta el alma, usando un traje caro, tocó a la puerta a la hora del almuerzo. No había llamado antes para marcar, pero sabía mi nombre. Dijo que se llamaba Ernesto y yo no tuve valor de no dejarlo entrar. Pero cuando le mostré la butaca _ era necesario conversar antes, claro_ él me miró de arriba abajo, desconfiado. Me percaté que la ropa blanca suelta que siempre uso para trabajar le molestaba. Mi pelo sujeto en un moño tampoco era lo que él esperaba ver.

_ Me parece que me he equivocado de lugar... ¿usted es masajista realmente, no?

Sí, lo era. Entonces había sido una equivocación, me dijo, mientras se volvía a la puerta. Un graciosito de la oficina le había dado mi nombre y la dirección de la sala como siendo de otra cosa. ¿Qué otra cosa? le pregunté. No es que yo no lo supiera, pero la falta de interés suyo en explicármelo y la prisa con la que salió, reclamando por haber perdido la hora del almuerzo, me ofendieron mucho. Él no me daba ni la posibilidad de una fantasía, de aquellas que se convierten en declaraciones en la revista Nova (que no tengo en la sala de espera): tuve sexo con un desconocido en mi mesa de masaje. Fui chica de compañía por una tarde. Un malentendido salvó mi matrimonio. Pero no, soy realmente masajista y, por lo visto, no valgo el viaje que Ernesto hizo desde el Centro hasta Gávea.


6.

Me hacía falta resolver el problema del perro. Inés no lo aguantaba más. Para él aquella mañana en el garaje no había sido nada, ¿verdad? Para él aquella mañana había marcado tan solo un cambio de dirección, pero la rutina de destrucción continuaba igual. Se subía en los sofás, masticaba todo lo que encontraba, independientemente del gusto, textura o importancia. Le clavaba los dientes en el dobladillo a todo el mundo y sacudía con fuerza de un lado al otro, como hacen los tiburones. Comía mucho, hacía caca a todo momento, en todo lugar y, a veces, se comía la caca. Se sentía solitario por las noches y ladraba durante horas y horas, hasta bien entrada la madrugada. Crecía asustadoramente rápido.

Estaba, por lo tanto, a punto de perder también a mi amiga más próxima y única. Supe de una mujer que criaba perros fuera de Río. Los amaba a todos y aceptaba quedarse con cualquiera. Vivía en una finquita, en Guapimirim. No lo encaré como una solución definitiva, sino como un intervalo para decidir qué es lo que haría. Probablemente yo haría las paces con Hugo; probablemente viajaríamos y yo tendría algunas semanas sin pensar en ello, lo cual sería maravilloso para los dos. (Nueva York fue donde pasamos nuestra luna de miel, adonde siempre íbamos cuando había tiempo y dinero sobrando, el lugar en el mundo que a él más le gustaba; todo siempre salió bien para nosotros en Nueva York). Como no manejo fuera de la ciudad – digamos fuera de la Zona Sur - era imposible ir a Guapimirim sola, entonces tuve que encontrar un taxi que aceptara llevarme con Fred. Costaría una fortuna, pero valdría la pena. La tal doña Edith vivía en una loma de tierra, cortada por surcos profundos escavados por la lluvia. Yo buscaba el timbre por detrás de una hilera de latas de aceite donde estaban sembradas varias Espadas de San Jorge, cuando dos perros callejeros llenos de heridas vinieron hasta el portón. Había otro más acostado, amarrado a la canal de la casa rosada por un pedazo de alambre eléctrico, pero este ni se movió, como si no tuviera ánimo para perturbar la nube de moscas que lo rodeaba. Dos tobillos hinchados ponían una sábana en un tendedero de alambre y uno de ellos le dio una tremenda patada al perro que estaba acostado, para que saliera del camino de la sábana siguiente. El perro soltó un gañido ronco. Desistí del timbre y di media vuelta para encarar de nuevo la Avenida Brasil. Fred jadeaba en el asiento a mi lado, mientras yo intentaba encontrar otra solución. En este punto llegué a pensar que tenía un problema grave. Solo al llegar a casa de vuelta entendí que no, cuando Elza me abrió la puerta diciéndome que Hugo ya había viajado. Sin despedirse de mí, sin decirme cuando volvería y sin dejar el teléfono del hotel.

Intenté no aparentar nada. Puse mi cara neutra. No me hace falta poner esta cara, mi rostro ya es neutro, peros se puso más todavía. Dije alguna tontería sobre que hacía falta pedir agua mineral en la tienda de víveres _ tal vez incluso haya conseguido decir esto sonriendo, no lo dudo _ y subí corriendo las escaleras, huyendo de la pulsación sorda que me golpeaba el pecho y los oídos. Miraba hacia los muebles, hacia los objetos, buscando socorro en su familiaridad, pero ellos no me reconocían. El suelo, el suelo no me iba a faltar en un momento así; resbalé y me caí arrodillada en la alfombra al lado de la cama. Había sido abandonada. No conseguía respirar. Una de aquellas dos cosas me iba a matar, estaba segura. Cuando finalmente conseguí llenarme el pecho de aire, comencé a llorar. Lloré una hora, dos, lloré hasta las siete y media de la mañana del día siguiente, cuando sentí sed. Elza estaba en la cocina, pero yo ya no me preocupaba por esconder nada, ni pensé en lavarme la cara. Me preguntó si quería que ella se llevara al perro para su casa por unos tiempos. No había problema, me dijo. No, ni pensarlo, muchas gracias. Ahora yo prefería que continuara allí.


7.

Una semana sin lluvia, aire limpio, paisaje nítido. Una semana viviendo en el edificio comercial. Un error previsible, el encuentro desastroso con Raulzinho, ex novio de ocho años atrás, recién separado. Más o menos dos botellas de vino, una noche sí, una noche no. Una vuelta a casa, por equivocación, con el día amaneciendo. Algunas tardes sola en la Librería de la Travessa. Algunas tardes sola en el cine. Una televisión delante de la mesa de masaje, una especie de herejía que la emergencia había hecho necesaria. Sorprendentemente, no me compré ropas o zapatos. Pero anoté todo lo que quería: unas botas color caramelo, sin tacón, en Espresso. Una gargantilla de cuentas negras y flores de cuentas de colores, en No Way. Un pantalón Levis 514 negro, tan pronto yo cupiese en él, en cualquier tienda Levis. Y ya. Estaba monástica. No lloré más, pero tampoco sonreí por aquellos días. Decidí dedicarme seriamente, de una vez por todas, al trabajo. Era una vergüenza que me hiciera falta quedarme sola para darme cuenta de cómo mi vida era sin propósito y sin utilidad. Llamé a algunas personas, ya no me acuerdo a cuántas, ofreciéndoles mis servicios. Algunas marcaron cita, otras quedaron en aparecer en cuanto tuvieran tiempo. Pensé en trabajar gratis también, en algún hospital público o puesto de salud. No quería que el masaje fuera un lujo, quería que fuera común como una aspirina. Cuánto dolor a menos habría en el mundo si las personas buscaran alivio en las manos de otras. Yo solo no sabía cómo hacer para llevarlo a cabo. Tenía la visión, pero no conseguía todavía salir corriendo y anunciando la buena nueva en todos los lugares, mostrando las palmas de mis manos y diciendo ¡aquí está la solución! Entonces continuaba la mayor parte del tiempo allí sentada, sola, viendo televisión.

Fue entonces que apareció ella.

No miré antes por el ojo mágico, no sé por qué, siempre miro. Abrí la puerta de una vez. Hoy, cuando me acuerdo, no puedo dejar de pensar en cómo sería más fácil si la gente entrara en nuestras vidas con música, como en el cine, anunciando qué papel tendrán en el drama. Ahora sé que unos pocos acordes sombríos habrían sido suficientes para prevenirme, pero en la ignorancia de aquel momento habría apostado, no lo sé, en guitarras. Guitarras hawaianas, guitarras portuguesas, guitarras en llamas; y también pianos, voces, violines. Ella llegó, claro, hablando demasiado. Liliane. Antes había ido al piso equivocado, o a la sala equivocada, no me acuerdo. Y necesitaba un vaso de agua, pero no fría, y un poco de sal porque sentía que la presión estaba baja, pero desistió antes que yo pudiera decirle que no había sal en el consultorio, era mejor simplemente sentarse y bajar la cabeza. Dejó el abrigo del lado contrario en el respaldo de la silla, como los niños lo hacen. Sin que yo se lo hubiera preguntado, me dijo que ya se estaba sintiéndose mejor y se echó el pelo hacia atrás con aquel gesto de sujetárselo en una cola de caballo imaginaria. Probablemente ya había hablado más en diez minutos que yo en aquel día entero. Entonces se levantó y le vi la barriga en la que no me había fijado antes. ¿Debían ser cuatro, cinco meses? Ella no lo dijo. Habló de los ojos que le ardían, de las manos que andaban ásperas, de los pies hinchados. Demoré para acordarme de dónde nos conocíamos: de una exposición de Casa Cor. Ella había trabajado como recepcionista en uno de los ambientes, el Dormitorio del Chico, si no me equivoco. Era conocida de alguna amiga que nos presentó. Unos meses después había estado en mi casa para venderme unas alfombras de algún pariente suyo que iba a mudarse, alfombras excelentes que me iban a salir casi gratis.

Yo interpreté mal lo que vi. Pensé: es una mujer muy ansiosa, pero no lo era. Ella habló de un desequilibrio y realmente la palabra era la mejor. Muchas cosas habitando una misma persona. Ya estuve embarazada una vez y no me gusta hablar sobre eso. No llegué a sentir los cambios, a no ser los más iniciales. Por lo que ella describía, era muy violento. “El gusto de las cosas está cambiado. Voy a comerme un tomate. Es el mismo tomate de siempre, pero yo me lo llevo a la boca y no es más el mismo, todavía es un tomate, pero es otro, ¡me da un nerviosismo!” Había incluso algunos episodios de telepatía sin importancia, que también le atribuía a la sensibilidad aumentada: “pensé en la madre de mi amiga Regina, que no veo desde la primaria. Sin razón ninguna pensé en aquella mujer, me acordé que ella y la hija eran idénticas, las dos dientudas, ¡y me tropiezo con ella en la primera esquina!” Yo lo anotaba todo, sin saber bien qué hacer con aquello. Una cosa era cierta, a Liliane le hacía falta relajar en aquel momento. Eso yo lo podía hacer.

El cuerpo de una mujer embarazada así tan de cerca era una cosa nueva para mí. Intenté no mirarla demasiado y me concentré en los hombros. Evité la barriga, que no era territorio mío, y solo le pasé aceite levemente en la piel estirada, sin masajearla. Parecía todo quieto del lado de adentro. Liliane también se había callado, finalmente, y miraba por la ventana con aire de quien hacía cuentas de memoria. Sus miembros no estaban tensos como yo me imaginaba, eran tibios, flexibles, delgados y ligeramente arredondeados. Le masajeé la espalda metiendo las manos entre ella y la mesa, usando su propio peso para hacer presión. Después dejé resbalar las manos por las piernas, me quedé un rato en los pies, hasta que ella soltó un suspiro.

Aquella noche pensé en ella antes de dormirme. (Había decidido volver a dormir en casa. De cierta forma la vergüenza que sentía por haber sido dejada había disminuido. No el dolor, solo la vergüenza. Porque oficialmente todavía era solo un viaje de negocios que Hugo había hecho a Nueva York, yo todavía tenía todo el derecho de estar allí.) Pero dije que pensé en ella. Fue así: hay todo un linaje de chicas de todos los colegios donde he estudiado, y también de clubes, de edificios vecinos en Copacabana, de todos los rincones del pasado, que tienen en común el hecho de ser atrevidas, alegres, algunas un poco más, ni hace falta decirlo, bonitas. Eran chicas lejanas, interesantes, de una forma que yo estaba segura que jamás lo sería. Liliane podría perfectamente haber sido una de ellas, de las Alices, Normas, Ángelas. Pero mi manía de construir linajes imaginarios de chicas y perros empezaba a cansarme. Me adormecí enseguida. Ya de madrugada tuve un sueño con varios leones. Estaban dentro de una sala circular de mármol. Unos acostados en escalones, otros andando sin ruido, intentando acomodarse. Yo estaba en un rincón de la sala, paralizada por no saber si aquello era más bonito que peligroso, o más peligroso que bonito. Lo peligroso justo porque era bonito, o lo contrario. Hasta que uno de ellos pasó a mi lado y empujó la cabeza áspera contra mi mano. Di un brinco de susto y me desperté con los lamidos de Fred, ya con dos patas arriba de la cama, intentando subirse. Lo acaricié un poco sin entender como había ido a parar allí; nunca lo dejé que subiera a los cuartos, era la condición que Hugo había impuesto para aceptarlo en casa. Había un portoncito de madera en la escalera que debía estar siempre cerrado para él, todo el mundo lo sabía. Yo debí haberme olvidado de cerrarlo la noche anterior. ¿Y por qué no me olvidaría? ¿No me había olvidado de bañarme también? ¿No estaba hace dos días usando las mismas medias?




8.

Cuando bajé, reviví, de una forma más fría y acelerada, aquella otra mañana. Fred se había comido todo el mango de la mejor raqueta de tenis de Hugo. Elza sujetaba el resto de la raqueta descarnada mientras me miraba con la misma reprobación con la que me miraba él, como si yo lo hubiera ayudado a hacer aquello. ¿Y quieres saber? Yo lo había ayudado realmente. Protegiéndolo, dejando que anduviera por allí como si también fuera dueño de la casa. Fred movía la cola, la boca abierta y la lengua colgada con una sonrisa abobada. En aquel momento no hubo en mí más ni una pizca de simpatía por él. Yo comenzaba a entender que él había entrado en mi vida para causarme problemas. Es posible, eso puede ocurrir con personas o con perros. Pero la rabia me trajo una iluminación.

No habría pensado en mi cuñada si no hubiese realmente llegado al límite. No sería fácil, yo me la había encontrado poquísimas veces sin Hugo estar presente y en todas ellas tuve la impresión de estar sobrando. Para algunas personas, tener esta impresión es como respirar, por lo tanto se hace difícil saber cuándo es real. Este es el peligro: a veces es real y la persona no le da el crédito debido, se hace el despreocupado simpático cuando de hecho está sobrando. Cuanto más Ludmila me conocía, menos me tomaba en serio. Cuando nos recibía, después de darle un abrazo largo y lleno de intimidad a Hugo y conseguir un resumen detallado de las condiciones de salud y de trabajo suyos, después de constatar también que él estaba con un “buen color”, ella se viraba hacia mí y yo podía jurar que ella me iba a decir: ¿trajiste traje de baño? Vete a jugar a la piscina mientras nosotros charlamos un rato... Pero ella solo me preguntaba un "¿cómo estás?" sin añadir nada más, partiendo del principio - correcto - de que yo no hacía nada realmente además de existir. Conocí a Ludmila cuando ella estaba volviendo a Brasil para casarse, después de diez años viviendo en Suiza. Un día me llamó, muy educada, preguntando si mi vestido para la ceremonia podría ser beige o hielo, ya que otra madrina, directora del banco donde ella trabajaba, pretendía usar uno rojo sangre y ella estaba con recelo de que el altar estuviera demasiado coloreado si yo estuviera pensando en azul real o verde esmeralda, por ejemplo. Ella todavía no me conocía personalmente, pero, por casualidad, soy una mujer que prefiere morir a ponerse un vestido largo azul real o verde esmeralda y era justo beige el vestido que yo había pensado en comprarme. Hugo se quedó aliviado cuando se lo conté, porque detestaba cambiar cosas en las tiendas y sería necesario cambiarlo si yo ya me hubiera comprado otro. Ludmila ahora era madre de un chico de cuatro años y de una chica de dos. Y directora del banco, en lugar de la mujer de rojo sangre. “Por poco tiempo”, Hugo solía decir, orgulloso, porque otras empresas y bancos andaban siempre de ojo en ella y sus PHD, o másteres, su competencia, su forma firme pero femenina de ecuacionar situaciones complejas en la vida y en los negocios, etc. Como yo dije, no iba a buscarla de ninguna manera si no me hiciera mucha falta, incluso porque era dificilísimo que ella tuviera tiempo para recibir a alguien después del nacimiento de los hijos. Había empezado a despertarse a las cinco y media de la mañana para pasar algunas horas con ellos antes de salir para el trabajo. Pero yo tenía que ir, estaba segura de que saldría todo bien. Sabía lo que tenía que decirle, debía llevar el asunto hacia los niños, que eran su pasión, decirle cómo es maravilloso para ellos tener un animal. Y Fred ya había pasado de la fase peor, de cachorrito, ahora era pura diversión. No, no usaría la expresión “pura diversión”, era el slogan de alguna ración, iba a acabar sonando burlón. Toqué en su casa a las seis de la mañana del día siguiente. Los dos agentes de seguridad se demoraron casi media hora para volver después que me anuncié, pero el portón acabó abriéndose para mí. Ella vino a recibirme francamente tensa, usando un traje de sastre y un par de guantes de goma, de esos de médico, sucios de barro blanquecino. No sonrió. Los niños estaban en el suelo jugando con un montoncito de arcilla sobre una tabla. ¿Algún problema con Hugo? quiso saber. Tuve que explicarle que no, que estaba todo bien en Nueva York. ¿Pero yo había hablado con él? insistió. ¡Claro!, mentí, he estado hablando siempre, no hubo nada con Hugo, nada realmente. Entonces le solté mi discurso sobre Fred. Yo sabía que a veces podía ser muy convincente, era raro, pero podía; era necesario que me sintiera verdaderamente mezclada con lo que quería decir. Terminé diciendo que el perro tenía que pertenecer a Rafael y a Vitória, y estaba segura de que mis palabras no errarían el blanco. Acabé con la boca seca, pero me pareció mejor esperar a que ella dijera algo antes de pedirle un vaso de agua.

_ ¿Es el mismo que acabó con el coche de mi hermano? preguntó, mientras se quitaba los guantes con un estallido desagradable.

Gagueando le dije que sí, odiándome por no haberme acordado que él debía habérselo contado a ella, e intenté explicarle que aquello había sido un accidente infeliz que... Gracias, me cortó. Si un día ella y el marido decidieran que a los niños les hacía falta un perro, por supuesto elegirían una raza pequeña. Y ya comprarían un animal entrenado. Porque lo que había pasado con el coche era inadmisible. No era que ella quisiera meterse, pero ya que yo había traído el asunto... Miró hacia los hijos mientras se libraba de los guantes en un cesto de basura y tuve la impresión de que los ojos se le llenaron de lágrimas.

_ Me hiciste perder mis últimos quince minutos de juego con ellos hoy. Cuando yo vuelva, por la noche, ellos ya van a estar durmiendo. Nunca más hagas eso.

Tomé una decisión después de aquello. A partir de aquel momento yo iba a actuar contra mi voluntad. Porque mi voluntad nunca quiso lo que es mejor para mí, esa es la verdad. Lo que se llama actuar con el corazón, seguir la intuición, en mi caso era caminar siempre y directo hacia el desastre. Por la noche no logré comer _ de rabia. Me empeñé en mirar a Fred con todo el desprecio de que fui capaz, mientras tomaba un vaso de agua fría en la cocina. Le devolví lo que él me había dado: pérdida, dolor, humillación. Sabía que estaba siendo cobarde, sabía que estaba siendo ridícula, pero aun así tenía que descontárselo a alguien o a algo, y nadie mejor que el verdadero responsable. Hace un mes, el modo como me inclinó la cabeza intentando descifrarme la mirada habría calentado toda la cocina en una onda de ternura. Ahora, solo me hacía dejar el vaso vacío encima del mármol del fregadero, apagar la luz y salir sin mirar hacia atrás. Le dije a Elza que empezara a amarrarlo en la despensa vacía durante la noche.

Liliane volvió al consultorio el viernes, sin marcar hora, con una crisis de ciático. Fingí que la encajaría en lugar de alguien que, por suerte, había cancelado. Noté que la barriga estaba un poco más hacia delante que antes. Le pedí que se acostara de lado esta vez, y pude mirarle mejor la espalda. Siempre les tuve envidia a las mujeres que tienen omóplatos medio salientes, como los suyos. Sé que es solo una cuestión de postura: quien se endereza y abre el pecho, automáticamente proyecta los omóplatos de esa forma que a mí me gusta. El caso es que no todo el mundo se endereza y abre el pecho, por lo menos no todo el tiempo. Me percaté de que estaba más callada que lo normal _ si fuera hoy, yo sabría que estaba triste. Fui sacándole conversación, en parte porque era natural, en parte realmente por curiosidad. Confirmé la impresión que había tenido desde el principio, de que ella vivía del cuento, aunque en un nivel un poco más alto de aquello que uno suele imaginarse cuando oye esta expresión. Yo pienso enseguida en alguien de más de cincuenta años que en el verano vende biquinis de la fábrica de ropa del cuñado, algo así, pero ella estaba un poco por encima de esto. Era visible en la piel, en el pelo, que venía de una infancia rica y eso produce adultos arruinados bien diferentes de los adultos arruinados de nacimiento. Hugo me había enseñado eso, que años de divorcios y repartos le habían enseñado a él. “El patrimonio no es nada”, decía, “lo importante es mantener el dinero entrando, y eso la mayoría de los hijos de familia rica no lo sabe hacer”. Era la expresión de un acróbata lo que yo veía en sus ojos. Alguien que vivía colgado milagrosamente por encima del abismo por los hilos frágiles de los contactos del pasado. De ahí el empleo en Casa Cor; de ahí las antigüedades, las alfombras, los cuadros que sobraron en la familia y que Liliane de vez en cuando les ofrecía a los conocidos.

Le pregunté, por supuesto, sobre el padre del bebé, el marido, o quien quiera que estuviera con ella en aquello. Yo me había imaginado que aquel embarazo era problemático de algún modo, como lo son tantos. No esperaba lo sonrisa dulce, casi inocente.

_ Estoy viviendo con mi profesor de filosofía. Entré en un grupo de estudio, había unas personas que me hacía falta conocer. Artistas, ese tipo de gente, con las que todavía no me siento muy a gusto. Y acabé prácticamente casada con el profesor. Es igualito a mí _ me dijo con una carcajada, mientras se sentaba. Nuestro tiempo todavía no había acabado, pero ella estaba mejor y tenía que irse, tenía otro compromiso. Me dijo también que yo había conseguido un milagro aquella tarde y besó las manos que obraron el milagro.

Existe un momento perfecto, cuando yo era pequeña, que es el modelo de los otros momentos perfectos que espero tener todavía en la vida, y que ocurrió en la acera de la playa. Yo le daba la mano a mi madre e iba zigzagueando despacio por la interminable S negra en el piso. Algún extraño azar había puesto en aquel instante todas las cosas en el lugar correcto: aquella sensación de diciembre en la piel _ una mezcla de brisa del mar, cigarras y hojas rojas en los almendros; la noche comenzando a las ocho, la luz amarilla de los postes de Copacabana. Extrañamente también, mi madre no estaba con prisa, no estaba irritada con mi padre, no estaba con la cabeza lejos, estaba allí conmigo. ¿Para dónde en el mundo yo quisiera viajar? me preguntó de repente. Mi madre no era una mujer que pensara mucho en mundo, tan solo en los vecinos y por eso me quedé sorprendida. El mundo, para ella, era lo que había en la colección encuadernada – con sus iniciales en oro: C. F. V – de las Selecciones del Reader’s Digest, todas las revistas de 1962 a 1969, su orgullo y su mayor diversión en la vida. "¿Para dónde?" El Polo Norte, le dije. "¿El Polo Norte? mmm, lejos, tan frío... yo no, yo tenía ganas de conocer Francia, me dijo, donde las mujeres son lindas y saben vestirse bien incluso sin dinero." Pero yo quería saber cómo es andar por arriba de las horas, le respondí. Cada paso que uno da en el Polo Norte, pisa en una hora del mundo. Entonces en una vueltecita rápida uno pasa un día entero. Ella dejó de caminar, me miró desconcertada por un instante, después me dio un beso en lo alto de la cabeza, un beso como el sello de un rey, como el beso de un hada en un cuento de hadas. Ven a comerte una paletita, anda, me dijo, y me fue halando hacia el carrito.

Encontré a Elza alborotada. Hugo me había llamado. Anduve por allí sin decirle nada. Me tomé un vaso de agua, me senté, cogí el periódico, lo dejé y solo entonces le pregunté qué era lo que él había dicho. Nada, solo llamó. El cuello me latía, mi rostro estaba caliente, yo no sabía si ya podía ponerme feliz. Era solo una llamada, sin recado.

_ ¿Puedo soltarlo ahora?

No la entendí.

_ Al perro, está amarrado desde ayer por la noche. Ladró todo el día, nadie lo aguanta más.

Corrí hacia la despensa, asustada por haberme olvidado. Estaba en silencio ahora. Abrí la puerta con cuidado para no lastimarlo y me bajé para hacerle un cariño, antes incluso de encender la luz. Solo sentí el dolor, el fuego, y después las marcas de los dientes, cada diente una gota de sangre haciéndome un arco en la mano derecha.



9.

Las tales diez inyecciones no fueron necesarias, él estaba vacunado contra la rabia, pero me hizo falta un antibiótico y un antiinflamatorio. La mano se me hinchó y me latía incesantemente durante algunos días. Tuve mucha vergüenza de haber sido mordida _ de la historia, quiero decir: mi propio perro, yo que lo quiero tanto, etc. _ y me prometí a mí misma que no se lo contaría a nadie. El dolor en sí no me molestaba tanto; los latidos, al fin y al cabo, coincidían con la pulsación dolorida del tiempo desde aquella llamada.

Voy a brincarme otra descripción técnica más, la de esta espera. Voy a decir tan solo que la llamada no vino en los próximos tres días y que en la noche del tercer día, sintiendo la herida de la mano comenzar a picarme, una señal infalible de recuperación, decidí también no pensar más en aquello y llevar las cosas como estaban antes. No sé bien decir cómo estaban antes, no estaban bien, no estaban firmes, pero seguían su curso de algún modo vacilante y aquello era preferible a vivir en suspense. Entonces, con no más que cinco minutos de esta decisión tomada, la cama pareciendo más amigable, el sueño más merecido, el teléfono sonó en el pasillo oscuro. Oí el bip que anunciaba la llamada internacional y el aló. Las luces de un coche barrieron el techo exactamente en este momento, y empecé sin querer a prestarles una atención poco común a los objetos que siempre estuvieron allí al lado del teléfono: una hilera de portarretratos y un jarrón con una palmita, normalmente sin color definido a aquella hora. Al sonido de aquella voz secreta y disminuida que sale de un auricular recostado al oído cuando en vuelta todo está en silencio, yo parecía sonreír más en las fotos. Mi boca era más roja y mi pelo más castaño contra la nieve de Bariloche en 1981. La madre y el padre de Hugo entrelazaron con más fuerza los dedos en la foto de la boda. La palmita en el jarrón se agitó, como si estuviera de vuelta a la brisa tibia de la playa donde nació. Hugo me pedía disculpas por haber exagerado en la rabia, me decía que me echaba de menos. Me decía que volvería el miércoles de la semana siguiente. Me decía que me amaba. Yo casi ni hablé.


10.

Con la perspectiva de su vuelta, pasé a ocuparme más de la casa. Faltaban cosas, incluso comida. En aquellos días yo había andado viviendo, y obligando a Elza a vivir también, de pastas, queso rallado, galletas y café. Hacía falta comprar mandarinas, mangos, cosas así. Vasos nuevos, otra frazada para la cama. Decidí también darles fin a mis cajas de cartón, que él odiaba tanto, amontonadas junto a la pared del despacho. Cajas estampadas de onza, de rosas, de rayas, que escondían un desbarajuste vergonzoso que yo no lograba tirar a la basura. Llevé un rollo de bolsas de basura conmigo. Primero, descubrí que el polvo entra, incluso en las cajas con tapa. Después, que la furia amortece ya cuando se agarra la primera carta, el primer corcho de vino, la primera flor seca. Hay que tener paciencia con las cosas sueltas, sin lugar fijo - aunque ellas nos hagan un poco de mal, como los cables eléctricos me hacen mal. Para cosas irremediablemente sueltas, no hay otra solución a no ser tirarlo todo en alguna caja, así como no hay solución para los cables, a no ser esconderlos e intentar olvidar que están allí. Tal vez si pudiéramos tener vitrinas de museos en casa, y sujetar aquel corcho con un largo alfiler sobre un fieltro negro, aquella flor, aquella servilleta escrita, la armadura mate de las gafas que es lo único que me quedó de mi padre. Con tarjetitas debajo explicando qué son y dando fechas. Aun así el museo tendría que crecer cada año, solo la muerte del dueño podría detenerlo, entonces no hay solución tampoco para los recuerdos. Esas gafas ya tuvieron cristales, mi padre las usó hasta el fin. Las tomé de la mesa de noche del hospital cuando desocupé su cuarto. Ahora estoy obligada a reconocer que toda muerte es natural. Las vidas son tantas y tan pequeñas y la costra terrestre moviéndose todo el tiempo, el choque aplastador e imperceptible de las placas de roca moliéndolo todo, tragándoselo todo. El suelo, que siempre conocí tan bien, en el fondo nunca me engaño. A veces una anda por dentro de casa descalza, pisándolo como siempre, y entonces, de pronto, no es más como siempre: una realmente lo pisa, pero siente en las plantas de los pies todo lo que aquella solidez puede faltar de un segundo a otro. Aquello da miedo, pero al mismo tiempo da una suerte de placer que te revuelve el estómago.

Desistí de las bolsas azules de basura y me llevé las cajas, tal cual estaban, para el consultorio. Estaba acabando de meterlas debajo del mostrador de la cocina cuando Liliane tocó el timbre. Me traía de regalo una caja de chocolates Baci, a la que le faltaba una hilera entera. Le extraño la venda que yo tenía en la mano y me obligó a contarle qué había sido. Quiso los detalles, raza y edad del perro, hace cuánto tiempo que estaba conmigo, en qué situación me había mordido. Cuanto más le contaba, más ella meneaba la cabeza, anonadada, e insistía que lo entrenara o me librara de él de una vez. Para abreviar mi incomodidad con la situación, le dije que buscaría un buen entrenador, bien lejos. Incluso porque Hugo estaba volviendo, etcétera. (Cómo era delicioso poder contar la historia así: Hugo había ido a viajar y ahora estaba volviendo, solo eso, omitiendo toda la angustia del intervalo entre una cosa y la otra). Pero ella me corrigió, cortándome: era yo quien debía entrenar al perro. Era a mí a quien él tenía que obedecer. Nadie me obedece, ni yo quiero mandar en nadie, le expliqué con un cierto orgullo.

_ ¿Sí? ¿Y cómo fue que llegaste hasta aquí?

Quizá con los demás mandando en mí, bromeé.

_ ¿Y a ti eso te da gracia? Porque es exactamente eso lo que ese perro va a hacer contigo. Déjame por lo menos mostrarte que es posible.

Yo la habría invitado de cualquier modo a ir a mi casa, más tarde o temprano. Elza sonrió cuando me vio acompañada de una amiga, pero la odió instantáneamente cuando la vio apagar el cigarrillo con el agua del grifo, en el fregadero donde ella lavaba la loza. Le enseñé la alfombra que ella me había vendido dos años antes, sin estar muy segura de que era lo correcto, y fui enseguida a buscar a Fred. Yo quería creer que la mordida había sido una especie de equívoco por causa del confinamiento, de la oscuridad, del susto al ver la puerta abrirse de pronto, pero la verdad es que nos mirábamos desconfiados ahora. La vieja alegría todavía estaba en sus ojos, pero en segundo plano, lista para venir hacia delante solo si yo le diese alguna señal de que se lo merecía. No quise darle esa señal. Liliane ya estaba esperándonos en el jardincito, con su cabellera pelirroja resplandeciendo como yo nunca se la había visto. Fui a sentarme en el césped, esperando la experiencia. Espanté con los dedos un grillo que se me subía por el dobladillo del pantalón. Liliane conversaba con Fred, acariciándolo entre las orejas; después lo haló para dar una vuelta alrededor de mí. Él comenzó a correr junto a sus piernas, todavía un poco confuso por no saber hacia cuál de nosotras dos mirar. Estaba más grande y tenía algunos nudos en el pelambre que yo no había notado. Mi falta de encanto por él había llegado al límite. Ya pensaba en el próximo, en el definitivo: un pastor de Shetland, más pequeño, dulce, con menos poder destructivo. A medida que Liliane apretaba el paso y se bajaba para hablar con él, el pelo se le escapaba de la cola de caballo, como en un susurro, de una forma que me daba un cierto aprieto en el pecho. _"¡Alto!"_ le dijo, una, dos, varias veces, interrumpiendo las carreritas, hasta que él entendió que debía parar. En algún momento entendió, no era más coincidencia. Paró y levantó los ojos, esperando nuevas órdenes. Y ella me sonrió, esperando que yo estuviera convencida. ¡Qué calor irradiaba su rostro, las pestañas atravesadas de luz! Le sonreí también. Después, para que no quedara ninguna duda, Fred aprendió también a sentarse, en tan solo tres tentativas. Era lo bastante por aquel día.

Nos quedamos estiradas en el césped tomando jugo de tomate mientras un triángulo de sol iba desapareciendo en lo alto del muro. Fred estaba acostado, quieto, con la cabeza entre las patas, alejado de mí. Le pregunté a ella si no tenía miedo.

_ ¿Miedo a qué?

A acercarse a un animal que no conocía. Al fin y al cabo, él había mordido a la propia dueña.

_ No, no... _ se rio _ él sabe que yo soy más fuerte. Hay un hombre dentro de mí, él lo respeta.

Y como yo no la entendí enseguida, añadió tocándose la barriga:

_ Es varón.

Era un varoncito. Otra cosa que yo no sabía.



11.

Aquella noche, así de la nada, consideré varias veces la idea de vender el consultorio. Estaba nuevo, era lindo, daría un buen dinero, que yo podría invertir en una tienda. Una heladería, tal vez, de helados de frutas brasileñas. Pequeña, especial, cara. Porque quizá yo no hubiera realmente sido hecha para aquella relación tan íntima con extraños que había en el masaje. A lo mejor yo no quería tocarles el cuerpo a personas que apenas conocía, tal vez yo prefiriera solamente entregarles barquillos y vasitos protegidos por servilletas de papel en las manos. Verlas de pie, vestidas, sonriendo e intentando entenderse con sus hijos indecisos y ruidosos, pidiéndoles para probar el sapote, la guanábana, el chocolate con trozos de chocolate. Una tienda abierta hacia la calle.

Liliane llegó al día siguiente a la hora del almuerzo, de sorpresa, jadeante, con media cuarta de barriga fuera de la camiseta, cargando un paquete grande y desvencijado. Le pregunté si quería comer conmigo, me dijo que no, pero acabó sentándose y pidiendo un plato. Me percaté de que sus labios estaban hinchados y de que tenía una sombra rosada en las fosas nasales. Sacó una caja de madera de la bolsa, la puso encima de la mesa y me miró como si fuera a hacer una magia. Fue desatando los cordones que unían los lados de la caja. Allí estaba lo que a mi casa le hacía falta, me dijo, y por el amor de Dios, que yo no fuera a pensar en dinero, no era el momento. La caja se abrió para los cuatro lados, como una flor. Acostada de lado sobre una almohadilla de seda desteñida estaba la estatuilla de una mujercita desnuda, con la cabeza apoyada en uno de los brazos. Un cuerpo casi infantil, senos pequeños, caderas estrechas, de un material claro, pareciendo pulido por mucho manoseo. Había restos de pintura negra en el cabello amarrado atrás de la nuca y en los trazos de los ojos. La boca entreabierta era una muesca pequeña y profunda, de color castaño. A su lado, en la almohadilla, descansaba un palito largo, de piedra verde. Era china y tenía más de cien años, me explicó. Había sido de un tío de su madre, diplomático y coleccionador.

_ Pero lo mejor de todo es para qué servía. Eso estaba en el escritorio de un médico chino. Ellos creían que era el fin del mundo, claro, que una mujer fuera sola al médico y se quedara sin ropa delante de él. Entonces la paciente usaba esta muñequita para mostrar el lugar donde estaba sintiendo dolor. Señalaba con este palito aquí _ que, por cierto, es de jade, se parte de nada, cuidado. Ahora, imagínate la consulta: la muñequita desnuda entre ellos, el palito pasando de la mano de uno para la mano del otro, los dos mirándose, la mujer avergonzada, el médico teniendo que imaginarse el cuerpo de ella por debajo de la ropa... ¡para mí eso es mucho más fuerte que quedarse desnuda delante de un hombre! Me lo pagas en diez años si quieres, pero esto tiene que ser tuyo, tiene que estar aquí. En tu cuarto. Esto es un talismán del sexo. Y este bebé – añadió, seria - este bebé fue concebido delante de ella.

La estatuilla fue directo para la cómoda en frente a la cama. Era hipnótica. Principalmente la boca pequeña, entreabierta con una sonrisa vacía, que parecía guardar el rastro de una palabra recién pronunciada, una palabra que yo debía entender y no entendía. El palito translúcido recordaba la antena de un gran insecto verde.

Después vino un remolino de días secos, días de espera. Y la mañana de ir al aeropuerto. Yo había dormido mal. También tenía miedo de ir al aeropuerto manejando. Las manos sudadas agarraban el volante, como si el auto pudiera solo errar el camino y parar atascado en un callejón donde me podrían matar varios chicos de once años con ametralladoras. Hugo me había pedido que no fuera, pero tuve que insistir o no conseguiría recomenzar aquella historia desde donde yo quería. Yo era una mujer capaz de buscar a un hombre en el aeropuerto, punto final - este tenía que ser uno de los presupuestos de nuestra nueva vida.

Llegué sin problemas. Fui al baño del primer piso, me cepillé los dientes y me lavé la cara entre turistas recién llegadas de ojos rojos. Me solté el pelo, no me gustó, me lo amarré de nuevo. Esperé en la puerta de desembarque, intentando no parecer demasiado ansiosa. Y entonces, en el momento exacto en que noté un pedazo de cinta adhesiva en la suela del zapato y me bajé para quitármelo, él me abrazó. Me levantó del piso. Sentí sus brazos flacos, calientes, por debajo de la camisa. Busqué su pelo, su cuello, quería disolverme en aquel olor a viaje y cansancio. La espalda, de la cual yo nunca me olvidaba, dentro de mis brazos. Yo no era más una persona cargando un amor, era aquel mismo amor, una sola cosa, tocada por el dedo luminoso de la vida. Solo eso para siempre, ¿era mucho pedir? Salí de aquel abrazo con una especie de fiebre. Queríamos hablar, queríamos caminar y hablar, de cualquier cosa, de la desorganización del aeropuerto, del boleto del estacionamiento que yo no sabía dónde estaba, del pantalón apretado de una mujer que pasaba. Él manejó en la vuelta. Hace cuántos años, en cuántos coches he estado sentada a su lado, viéndole el perfil y atrás de él la calle pasando rápido por la ventanilla. Yo y mis momentos perfectos. La nuca, la forma como se escapa y se va a esconder en el cuello de la camisa, los ojos que no pueden desviarse del camino para mirarme, la mitad de la sonrisa... llego a olvidarme de respirar. Él me dio la mano por encima de la palanca de cambio. No vi la Línea Roja pasar, ya era la Laguna la que aparecía plena al final del túnel.

Nos quedamos tirados un rato en el sofá, tomando café. Le había dicho a Elza que pasara la mañana fuera y se llevara a Fred. (Después, mucho después, yo hablaría sobre él. Diría que lo estaban entrenando, que estaba mucho mejor, pero que si él lo quisiera, yo se lo daría a alguien, sin problema.) Hugo no se dio cuenta de que yo había cambiado algunas cosas en la sala, pero era tan poco que yo misma, en su lugar, no me habría dado cuenta. Él me dio una parte del diario; fingí que la leía, pero continué mirándolo sin que se diera cuenta. Yo me sentía todavía desnutrida de su imagen y cuanto más lo miraba, menos me satisfacía. Eso me pasa mucho: me hace falta desesperadamente ver el todo, pero solo consigo ver pedazos. Y son tantos los pedazos, y me da tanto nerviosismo intentar juntarlos porque sé que nunca voy a dar cuenta de la persona entera. Cuando pienso que ya grabé con seguridad las cejas rareando dulcemente en los lados de la cara, y paso para aquella nuca de la cual ya hablé, o para las uñas de las manos, limpias y transparentes como el agua, entonces las cejas ya estarán desapareciendo de mi memoria, después la nuca, y así en adelante. Él estaba ajado y más bonito, y había acabado de dejar el diario en el piso.

_ Me hace falta un baño, ¿vienes conmigo?

Yo le dije que iba, claro, y dejé que él fuera primero. Corrí hacia la cocina y me tomé de una sola vez cuatro tragos de la vodka del congelador. Era serio, era preciso, ante lo que me esperaba en aquel baño. ¿Cómo quedarme de pie en la luz, de frente, desnuda, cómo? ¿Y abrir el pecho, y levantar los ojos, después de haber sentido el miedo que sentí? ¿Y sonreír? ¿Y ver mi propio cuerpo? ¿Y verlo mirando mi cuerpo? ¿Y gustarme todo eso? Tomé más, esperando que aquellos elásticos que me atravesaban por dentro se reventaran todos al mismo tiempo.

Conseguí escapar demorando el tiempo suficiente para que el agua caliente del boiler se acabara. Fingí que prefería esperar de piernas cruzadas sobre la cama, con una sonrisa que intentaba salir entera, pero que no pasaba de un temblor en las esquinas de la boca. “Estoy nerviosa”, le fui avisando. Fue entonces que vio mi mano lastimada. Los cortes todavía no habían cicatrizado completamente. Sus dedos pasaron levemente por allí, me preguntó si había sido el perro. Encogí los hombros, con vergüenza de aquel otro papelón. Me preguntó si había ido al médico, si me dolía. No, no me dolía más, solo si me apretasen con fuerza. ¿Y cómo no pensé en eso? Claro que el milagro tenía que venir de una herida. Fue por allí que el contacto se hizo. Y aquí, lo siento mucho, no voy a tener otra opción a no ser describirlo.

No es de noche. Hay una claridad violenta en el cuarto. Incluso con el vodka que me tomé, no hay estupor, no hay desnudamiento lento, ropas resbalando hacia el piso, nada de eso. Imagínate alguien que se para en el medio de un día caluroso y decide comerse una fruta, sentado en el escalón de un viejo porche: sin impedimentos, con una idea simple, única: clavarle los dientes a aquella fruta. Y no hablé de dientes en vano: lo que nos unía antes de todo el resto todavía era su mano apretando la cicatriz de la mordida de perro en mi mano. Por esta mano él me llevó hasta la ventana. Me ayudó a sentarme en el marco, con el sol cayéndome de lleno en la espalda. Me hacía falta, como le hace falta a todo el mundo, oír ciertas cosas, y él me las dijo, disolvió mi nerviosismo hablándome al oído. Hablaba directo con mi cuerpo, y mi cuerpo comenzó a responder y a tomar el control de las cosas. Mis piernas se cerraron alrededor de sus caderas, con amistad, con compañerismo, con un sentimiento de igual para igual que yo no tengo en cualquier momento y con cualquiera. Dejé que la cabeza cayera encima de su hombro y me sumergí en el rojo de dentro de los párpados cerrados. Una brisa fría me secaba el sudor que me corría por la espalda.

El sueño que yo había espantado para ir al aeropuerto volvió irresistible después que caímos en la cama. No sé por cuánto tiempo me dormí, pero desperté cuando mi brazo pendió hacia fuera de la cama y encontró sin querer la caja de Baci en el piso, con un último bombón. Era exactamente lo que me hacía falta. Hugo estaba de espaldas a mí, la cabeza encima de mi barriga. Mordí el bombón y le puse el resto en la boca. Compartimos también un vaso de agua que había sobrado de la noche. Medio bombón, medio vaso de agua: era como si estuviéramos en el punto más alto de una ceremonia secreta y sagrada. El matrimonio profundo de una persona con otra, sellado por la comunión del alimento más perfecto y del líquido primordial. Nacimos tan lejos uno del otro, tan solos, erramos ciegos durante años, pero estábamos predestinados a llegar juntos a aquel instante. Inocentes, ignorantes, conducidos por una fuerza misteriosa hasta el momento en que él me había tocado la herida. Allí habían comenzado los gestos rituales, la ceremonia propiamente dicha, que llegaba al clímax ahora, con el chocolate compartido y el buche de agua. Entender el secreto multiplicaba mi alegría.

Hugo todavía estaba con la cabeza apoyada en la barriga, el pelo húmedo lleno de rizos que iban a desaparecer cuando se peinara. Yo no podía verle la cara, pero sabía hacia dónde estaba mirando. Primero hacia la ventana, después reconociendo el cuarto, que no veía hace algunas semanas. Estaba tan tranquilo ahora como yo. De pronto sentí que su respiración se quebraba, en una especie de susto mudo. Después vino un desorden que él intentó calmar pero que no lo logró. No reconocí su voz.

_ ¿Qué muñeca es esa?

Me puse muy contenta de que él se hubiera fijado. Y, claro, ahora yo lo entendía, ella no estaba allí por casualidad, ella era uno de los objetos del ritual. Le expliqué para qué servía y le conté que se la había comprado a una amiga. Él se quedó en silencio por algún tiempo.

_ ¿Qué amiga? _ quiso saber, y ahora tenía, sin dudas, un temblor en la voz.

_ Liliane, respondí. _ Te acuerdas, un día vino aquí para venderme una alfombra y... Entonces fue mi voz la que falló. De pronto la frente se me cubrió de un sudor frío, pegajoso. Hugo se levantó y se sentó de lado a mí mirando por la ventana. Entendí que no iba a hablar más nada, ni yo sabía qué preguntar, aunque algo gritara y pataleara en el silencio, queriendo ser preguntado. Entonces finalmente me acordé de otro momento. Duró solo algunos segundos, hace un año, en aquella misma casa. Liliane había venido a entregar la tal alfombra que yo había comprado. El rollo era pesado, pero ella lo cargaba en brazos. Y usaba – ¿por qué me acuerdo de eso? - una camiseta negra que se quedó toda cubierta de hilachos de lana. Estaba con prisa, yo también estaba retrasada para algo y no podía llevarla hasta la puerta, y le pedí a Hugo que la llevara. Le di un adiós y subí para darme un baño. La camioneta de ella estaba estacionada afuera. Miré sin querer por la ventana del cuarto, esa misma donde yo me había sentado unas horas atrás, y ahí comienzan a contarse los segundos de los que hablé: uno, Liliane besa a Hugo en la cara, normal, y va a entrar en el auto. Dos, él la sujeta por un instante, como uno sujeta a un niño, y empieza a quitarle los hilachos de la camiseta. ¿Yo debía haber visto un error allí? ¿En sus dedos tan aplicados, sacándole hilacho por hilacho, por toda la camiseta negra? Tres, ella agacha y levanta los ojos, yendo desde los dedos hacia sus ojos. Entonces le da una sonrisa de lado, ladea la cabeza, entra en el auto aún sonriendo y se va. Cuatro, él espera un poco en la calle, patea unas piedrecitas, y vuelve para dentro de la casa, con las manos en los bolsillos, como siempre hace cuando está animado con algo. Fue solo eso y yo fui capaz de entrar en el baño inmediatamente, canturreando además, como si no hubiera visto nada. Y ahora él estaba sentado a mis pies en la cama, mirando por la ventana, intentando calmar la respiración y contarme algo.



Pelirroja, rubí







1.


Si yo me hubiera enojado con alguna cosa, una solamente, en toda esa historia, sería con un final de tarde de verano, en el balcón. Hugo se comía una mandarina mirando el cerro aún cubierto de sol y me explicaba, consternado, por qué, a pesar de amarme tanto, no quería tener hijos. “Mi infancia fue muy mala. Nunca fui feliz con mi madre.” ¡Como si alguien pudiera ser feliz con la propia madre! Con ella no me enojé. A pesar de haber creído que existiría una amistad entre nosotras, que ella le traería a mi vida colores fuertes, carcajadas, esas cosas, no me decepcioné. No sé, no logro enojarme con las mujeres.

El último recuerdo que tengo, antes de que una paz extraña se hubiera apoderado de mí, es del momento en que lo entendí todo, cuando la pieza final se encajó, suave como un estuche de terciopelo que se cierra, con un chasquido seco, elegante. Cuando eso ocurrió, entonces apareció de la nada en mi cabeza una secuencia de números, 25013026. Yo tenía que repetirlos bien bajito, sin parar: dos cinco cero uno tres cero dos seis. ¿O dos cero tres seis? ¿O dos seis tres cero? De repente todo mi nerviosismo se concentraba en aquellos cuatro últimos números que no conseguía fijar en ningún lugar, como si estuvieran escritos sobre el agua. Y Hugo además entorpecía mis pensamientos, diciéndome cosas que yo no conseguía oír _ ¡y lloraba! ¡Hugo llorando! Para huir de ese otro momento incómodo, agarré enseguida el teléfono y arriesgué a marcar el 2501 3620. No era. Intenté las otras combinaciones (todas no, son miles o millones). De pronto, él gritó e intentó quitarme el teléfono _ no lo entendí. ¿Por qué quitarme el teléfono? Lo sujeté con más fuerza todavía y me concentré en las teclas, los ojos me llegaron a doler de tanto que quería ver bien aquellas teclas y mantenerlas cada una en su lugar, y no amenazando moverse, como lo estaban haciendo. Finalmente marqué el 2501 3026. Contestó una mujer que me dijo “JB Taxi, buenas tardes”. Yo me sonreí, lo juro, de verdad, con alegría sincera. Le dije el número de la casa, le dije que pagaría en efectivo, le dije que no sabía todavía para dónde quería ir, pero que hasta que llegara el taxi lo descubriría. Y colgué sonriendo, ya en paz. Y fui saliendo, todavía sonriéndome. Hugo todavía hablaba y yo seguía sin entender lo que me decía. Y no lo veía bien tampoco, ni respiraba bien, estaba todo estrecho, concentrado en un punto solamente, que latía en el aire delante de mí. Yo debía salir y seguir ese punto delante de mí, hasta el taxi que estaría esperándome allá abajo en cinco minutos. De pronto me vi ya en la calle, sin haber pasado por las escaleras, ni por la sala, ni por la puerta. El chofer me preguntó mi nombre, y yo le dije, ¿eh? y fui entrando. ¿Para dónde? me preguntó.


2.

Yo debería tener una tía por lo menos, una tía solita que viviera en Copacabana, en la calle Dias da Rocha, en un apartamento ruidoso que no hubiera recibido ni un solo mueble nuevo desde los años setenta. Que tuviera un plato de guardar pasteles con una tapa de plástico agujereada, con los agujeros irremediablemente empercudidos. Que tuviera una asistenta de edad indefinida llamada Penha, que ganara muy poco, que fuera ríspida con ella y que no aguantara más trabajar en aquella casa, pero que no tuviera paciencia de buscar otra mejor porque no existe otra mejor. Pero yo no tengo esa tía, así que no tenía qué hacer en Copacabana. Entonces tuve una inspiración y le dije: Tijuca. Donde no conozco a nadie y nadie me conoce. ¿Dónde en Tijuca? quiso saber el chofer. No sé de dónde me vino un nombre a la cabeza: calle Doutor Satamini. Y en la calle Doutor Satamini puedo decir que tuve un golpe de suerte como hace mucho tiempo que no lo tenía. Estábamos andando despacio por el lado derecho, yo fingiendo que buscaba un número, cuando de pronto miré hacia el primer piso de un edificio y vi el cartel SE ALQUILA.

Tuve que esperar tres días en un hotel casi vacío en Laranjeiras _ yo, que siempre aborrecí los hoteles y me gustaban tanto las casas. Pero setenta y dos horas después de aquel viaje en taxi, yo estaba sentada en el piso de la sala de mi apartamento nuevo. El ruido afuera era constante y me envolvía, maternal. No sé cómo no pensé en eso antes: la gente debía siempre vivir donde hay gente. Nada de monte o del sonido exasperante del mar: gente. Y elevadores viejos que dan una sacudida cada vez que los obligan a moverse. Madres que amenazan pegarles a sus hijos, porteros malhablados, radiecillos, panaderos que llegan a las cinco de la mañana frenando sus bicicletas, y coches, muchos coches de gente enfadada, chicos y chicas que estudian por la noche y que conversan en el elevador como si estuvieran solos. ¿Cómo fue que pude vivir lejos de todo eso por tanto tiempo? No dormí aquella noche, sentada en el piso, hipnotizada por el ruido. Mi apartamento no tenía ni un solo mueble, lo cual me dejaba feliz porque entonces tendría mucho que hacer al día siguiente.

Salí bien temprano para desayunar en la panadería. Un limpiador con zuecos de madera tiraba agua en el piso del pasillo mientras le contaba un crimen al portero. Antiguamente vendían zuecos de madera en las tiendas de víveres, los pares estaban colgados en alambres en el techo. Les di los buenos días a los dos. Les dije que había alquilado el doscientos uno. La noche entera despierta, el estómago vacío, el hecho de tan rápido ya tener una casa solo mía, todo eso me había dejado eufórica. Les dije sin tener que pensarlo dos veces que me llamaba Judith. El nombre vino de una película que vi cuando era niña y que me mató de miedo, continuación de La Mosca de la Cabeza Blanca. Judith era la loca que se pasaba la vida trancada en un cuarto secreto, escondida de todos. Tenía la cara deformada por una quemadura terrible y salía de madrugada, medio enyesada en su viejísimo batín acolchonado, matando gente y sacándole la sangre. Yo no quería ser obvia, fue solo un nombre que se me ocurrió, ya que esa infancia de la cual nunca logro librarme está siempre volviendo, como un reflujo ácido del estómago. Cuanto más camino hacia delante, más ella se me pega a los talones.


3.

Solo conecté el celular de nuevo al tercer o cuarto día. Ya debía ser cerca del fin de semana. Judith ya había hecho incluso un comienzo de amistad en el edificio, con Marcele, del cuatrocientos doce, casi una niña, viviendo con el marido y dos hijos en un apartamento de un solo cuarto, como el mío. El buzón de mensajes de voz tenía veintitrés recados y los borré todos sin oírlos. Existe una especie de gloria en estar en el centro de un sufrimiento, un placer como el de tener un bebé sagrado en la barriga, no lo sé explicar. En el centro del sufrimiento yo ya no sufría, ni estaba enfadada. Era como el círculo de cielo azul en el ojo del huracán. Decidí llamar a Inés para tomar un café al final de la tarde. Ella llegó asustada a la tienda en la que marqué, en un centro comercial de la Plaza Saens Peña. Era bueno verla confusa una vez en la vida.

_ ¿Por qué en este lugar? Es peligroso volver desde aquí más tarde. ¿Dónde has andado todos estos días? ¡Te llamé mil veces! ¿Cómo estás?

Respondí que estaba mejor y viviendo en Tijuca.

_ ¡¿Cómo viviendo en Tijuca?! ¿Por qué? ¿Con quién?

No había ninguna duda de que ella estaba preocupada conmigo. Hugo se lo había contado todo. Me dijo que él andaba muy tenso y nervioso desde que me había marchado. Que llegó a pensar en llamar a la policía, pero que ella lo convenció de que yo debía estar segura, que si alguna cosa mala me hubiera ocurrido ellos tendrían las noticias enseguida, etc. La hice parar en este punto, no quería saber más de él, ni que supiera de mí. Y le mandé el único recado posible, que no me buscara en ninguna hipótesis. También le hice jurar que no le contaría a nadie dónde yo estaba. Le hablé sobre una era que se terminaba, etc. Yo sabía que ella no se tomaba en serio lo de mi cambio de dirección, le parecía secundario, lo encaraba como un síntoma de algo peor. No me preocupé con eso y además le pedí que me alquilara el consultorio, con todo dentro. Nunca había tenido éxito realmente, ahora, además de todo, era demasiado lejos para mí. Recibir algún dinero todos los meses también sería bueno, no pretendía vivir de mis ahorros para siempre. Ella no concordó enseguida. Me dijo que comprendía que tuviera reacciones extremas porque estaba demasiado herida, pero que intentara no aislarme, que el aislamiento sería peor. Pero es que no estoy herida, pensé. Es otra cosa, no es herida. Fui arrastrada por una ventolera hacia un lugar muy lejos de donde siempre había estado. Si me corté o me arañé no es importante, lo importante es descubrir dónde es que fui a parar.


4.

Creo que adelgacé. Mi cara, por lo menos, adelgazó. Mis cejas, que siempre me reconfortaban cuando me las encontraba en el espejo porque me daban un aire honesto, habían bajado un poco, y entre ellas y los ojos ahora había una sombra nueva.

Inés quiso encontrarse de nuevo conmigo para traerme algunas ropas, pero le pedí que se lo diera todo a Elza. No quería más aquellas camisetas blancas, ni las negras, ni los pantalones de hilo, ni aquellas sandalias pesadas que habían costado doscientos euros y parecían costar veinte. Ni las cositas con retazos, con bordados, con croché, aquel aire desarreglado-caro de Frida Khalo haciendo trekking. Esa es una lengua hablada por pocos, solo los iniciados en un radio de cinco quilómetros hacia Botafogo y otros cinco hacia Leblon pueden entenderla. Yo quería ropas que hubieran sido cortadas y cosidas por miles, con prisa, que costaran siempre alrededor de cincuenta reales. Quería también, y ese era el punto realmente ambicioso de mi plan, tener el cabello pelirrojo y largo.

Yo andaba realmente con mucha suerte, porque conseguí un trabajo sin querer. Marcele iba a tener que dejar el empleo en la zapatería del tío, la escuela de los niños estaba demasiado cara y no valía la pena trabajar. El tío de Marcele debía tener unos setenta años, el rostro colgado como el de un bassethound. Tenía unos pelos duros de barba rala pinchados bien arriba de la nuez de Adán que me daban nerviosismo de solo mirarlos. Me preguntó si tenía experiencia en el comercio. Le dije la verdad, que me había graduado en Historia del Arte y había hecho un curso de masaje en Bruselas. Después de un instante me preguntó de nuevo lo mismo y yo le dije que sí, que se podía decir que sí, yo estaba segura de que sería una buena vendedora. Empecé el lunes siguiente. Ganaría seiscientos reales, sin comisión. Tomé en adelanto un par de zapatos de plataforma. Los pantalones nuevos eran increíblemente incómodos, de una tela de jeans muy dura, con olor a tinte todavía, y tenían unas tachuelas incrustadas en las caderas. Cambiaban mi forma de caminar y de agacharme también. Para que me pudiera poner de rodillas en la alfombra delante de los clientes era necesario bajar hasta un cierto punto y después dejarme caer. A esa altura de mi vida no me debería gustar tanto arrodillarme delante de los otros, pero me gustaba todavía. Cada par de pies delante de mí quería enseñarme algo. No sentía asco, sentía curiosidad y respeto. Y cuando aparecía alguien usando aquellas medias baratas, bien finas, que después de dos lavadas se ensanchaban en el borde, yo sentía una ternura tan grande tragándome, que tenía que respirar hondo para no llorar. Los pies a veces eran calientes y secos, a veces fríos y húmedos. Raramente calientes y húmedos. No se puede decir, solo de mirar a la persona, de que tipo son sus pies. El olor no me molestaba. Una chica de dieciocho años llamada Bruna trabajaba conmigo y me miraba como si yo estuviera loca cuando le decía eso. Bruna prefería mil veces aspirar la alfombra, arreglar el stock, incluso limpiar el baño, que tener que quedarse con la cara metida en los pies de los demás el día entero. Su sueño era salir de allí y trabajar con telemarketing, sentada, conversando, conociendo gente buena por el teléfono. Una amiga suya había hecho amistad así con un viejo, estaba con él hasta hoy, y se lo pagaba casi todo a ella. Bruna tenía el pelo muy largo, extraño, rizado en lo alto de la cabeza y lacio a partir de las orejas. Quise saber cuánto tiempo le había demorado para estar de ese tamaño. Ella se rio mucho. “¿No te has dado cuenta? Entonces es porque quedó bien, menos mal. Es megahair, pelo postizo, si tú quieres te llevo a la peluquería donde me lo hice.”
Veinticuatro horas más tarde yo ya era pelirroja y con el pelo por la mitad de la espalda.

Elza apareció de sorpresa unos días después, casi al mismo tiempo en que llegué de la zapatería; entendí que Inés, a pesar de trabajar con secretos de los demás, era incapaz de guardar el mío. Yo no estaba con las mínimas ganas de conversar, pero ella no parecía dispuesta a irse.

_ Usted no me ha preguntado nada, pero yo se lo voy a decir así mismo _ comenzó, enfadadísima.

Intenté no oírla, yéndome para la cocina.

_ ¡Eso que usted ha hecho no tiene el menor sentido! _ me gritó. ¡Una mujer no sale de casa por causa de otra! ¡La casa es suya, el marido es suyo!

Mientras ella gritaba, abrí y cerré los armarios y canturreé bien alto la primera canción que me vino a la cabeza: ah, se o mundo inteiro me pudesse ouvir... tenho muito pra contar... dizer que aprendi... Ella no desistió y apareció en la puerta, muy seria. ¿Me quedó bonito el pelo, verdad? le pregunté.

_ ¿Y Fred? ¿Ni a él usted lo echa de menos? Al Sr. Hugo no le gustan los perros, va a terminar sacándolo de allá.

Me atraganté con el recuerdo de Fred. Tal vez fuera bueno tenerlo allí conmigo en el apartamento. Pero esta sensación inmediatamente se deshizo en una especie de náusea. Le dije que no quería cuidar de nada por un largo tiempo. Si viviera conmigo, se iba a morir de hambre.

_ El Sr. Hugo me pidió que le avisara que le puso un dinero en su cuenta. Y dijo que va a continuar poniéndoselo todos los meses.

Eso ni se lo respondí. Elza ya tiene una cierta edad, yo no iba a agredirla pidiéndole que le dijera a Hugo que se metiera el dinero por el culo. Agarré medio paquete de galletas, se lo puse en la mano, hice que me jurara que no diría dónde yo estaba, le pedí que saliera porque estaba cansada y ella se fue.



5.

Algún tiempo después conocí a un hombre llamado Cassius, con U y S al final, que acabó siendo la causa de que me echaran de la zapatería. Había llegado una noche, minutos antes de que la tienda cerrara. Parecía muy, muy cansado. Venía con una mujer bajita, de falda corta con vuelos y piernas musculosas, y una adolescente de nariz tupida y cara estúpida. Las dos suspiraban de impaciencia todo el tempo mientras él buscaba zapatos marrones para trabajar. Pero Cassius se enamoró tímidamente de un par de mocasines beige, de gamuza. Y osó revelárselo bien bajito a ellas, casi que disculpándose; fue lo suficiente para que las dos comenzaran una masacre, repitiendo “¡Beige! ¡Beige!”, con una ironía rabiosa que fue haciendo que yo perdiera la cabeza. Cassius tentaba explicarles que hace mucho tiempo quería tener mocasines claros, aunque no fueran lo que habían venido a comprar, pero eso solo las dejaba más agitadas y feroces. Aguanté lo máximo que pude hasta que exploté y les pregunté quién es el que iba a pagar la porquería de los zapatos. ¿Eran ellas? ¿Y quién los iba a usar? Por cierto, ¿quién pagaba los zapatos de ellas? Les pedí por favor que dejaran al hombre elegir la mierda de sus zapatos en paz. La chica se escondió atrás de la mujer, que abría y cerraba la boca sin conseguir decir nada, hasta que salió, tirando la puerta y diciendo que volvería al día siguiente para hablar con mi jefe. “Vuelva”, le dije, “vuelva, cómo no” y tranqué la puerta. Cassius no compró ningunos zapatos y no tuvo valor de mirarme durante toda la discusión. Al día siguiente, sin embargo, quien volvió fue él. Lo primero que me preguntó fue si yo era casada. Porque una mujer casada generalmente no hablaba de aquella forma en que yo había hablado, no tenía aquella simpatía por un hombre. Tal vez, no lo sé. Pero me gustó decirle que nunca había estado casada en la vida. Él me preguntó si yo no quería salir después del trabajo, yo le respondí que no podía. “¿Tienes a alguien?” quiso saber, yo le dije que sí, pensando en mi apartamento, en mi colchón, en la cafetera, cosas que juntas tenían una densidad de piedra para mí en aquel momento. Yo tengo a alguien, seguro. Tal vez no me lo haya creído mucho, porque me dejó una tarjetita, en caso que cambiara de idea: Toldos Bomtempo - Cassius Amaral - representante de ventas – pizarra 3324 0900.

Aquella misma noche, volviendo del trabajo, hice un descubrimiento que iba a cambiar mi vida en lo adelante. Descubrí la filial Tijuca de Batata Inglesa. Una patata cuesta seis reales y es bien grande (vienen siempre del mismo tamaño, no sé cómo). La sirven asada, con la cáscara, y viene abierta al medio, dentro de una cajita de cartón. Hay varios rellenos: requesón, queso rallado, picadillo, mantequilla (o una cosa que ellos llaman de mantequilla) sazonada con perejil, e incluso strogonoff. Pensándolo bien, yo iba a pasar por el supermercado para comprar otro paquete de galletas para cenar (yo no tenía ollas ni cuchillos en casa) cuando pasé por la puerta de la tienda, justo en el momento en que la dependienta le echaba una cucharada de salsa boloñesa por arriba a una patata humeante, antes de cubrirlo todo con queso rallado y entregársela a una mujer. Llegué más cerca, no conseguía dejar de mirar aquello - creo que incluso llegué a interrumpir a la mujer que comía. Era perfecto. A mí no me hacía falta más nada, una de aquellas en cada comida sería más que suficiente. Empecé a almorzar y cenar allí todos los días. Eran doce rellenos, de forma que podía comer uno por día, en el almuerzo y en la cena, de lunes a sábado, sin repetir ninguno. A la semana siguiente cambiaría el orden, para tener siempre una impresión de variedad. Las chicas que servían en el mostrador usaban guantes plásticos y el pelo amarrado dentro de una toca engomada sujeta a una redecilla. Los cabellos eran siempre demasiado abundantes y llegaban a deformar las redecillas, creando volúmenes sin forma atrás de la nuca. Mi cabello ahora tampoco se acomodaría obediente en una redecilla. Cuanto menos dinero uno tiene, más rebelde se vuelve su pelo. Tal vez porque yo las observaba demasiado, ellas fingían no reconocerme, a pesar de que me veían dos veces al día, todos los días.

Con el tiempo, comencé a fijarme que había una gran ventaja en comer solamente un alimento: mi cuerpo comenzó a quedarse más puro, concentrado. Yo pensaba menos y con más orden. Les prestaba una atención mayor a las cosas. El exceso de información que viene de una alimentación caótica causa una especie de ruido dentro de la persona, como una radio mal sintonizada. Ahora yo me entendía con más claridad. En la calle también, me equivocaba menos con los otros. Le miraba a la cara a la gente que se cruzaba conmigo y podía verlas sin mi interferencia, mirar como si no fuera con mi mirada. No puedo describir la tranquilidad que eso me trae. Por ejemplo, aquella desconfianza que se aprende desde temprano a tenerles a los extraños. Aquello se basa en el hecho de que no tenemos cómo saber lo que está en la cabeza de cada uno, pero cuando se sabe _ no todo, claro, pero lo esencial, si ellos ofrecen peligro o no _ la calle es tuya, el mundo es tuyo. Mi primera prueba fue a la una de la mañana, con un hombre que estaba solo en una parada de autobús. Estaba con la espalda apoyada en el cristal todo pintarrajeado, usaba una chaqueta con capucha y me miró con un aire malévolo, cuando vio que yo andaba hacia él. Normalmente yo nunca llegaría cerca de él; si tuviera que tomar el autobús allí, me quedaría mucho antes de la parte techada, de pie debajo de la luz del poste, con el cuello latiéndome de miedo. Pero me le senté bien cerca, en el único asiento que no había sido arrancado. Saqué una lata de guaraná del bolso, estiré los brazos tranquilamente hacia el hombre y abrí la lata. El refresco estaba caliente y había venido balanceándose por el camino, entonces salpicó para todos los lados y le mojó los pies. El hombre dio un brinco hacia atrás, sorprendido, y refunfuñó algo. Yo levanté las cejas y lo miré bien adentro de los ojos para comunicarme con la persona que era, independientemente del tiempo y del lugar, la persona que siempre fue y que siempre sería; después me volteé tranquilamente y comencé a tomarme mi guaraná. Continué de espaldas a él por unos buenos quince minutos, hasta que un autobús finalmente paró y él subió, después de echarme una mirada de odio. De nuevo: normalmente yo tendría miedo, incluso el sujeto podía estar armado, pero ¿cómo es que voy a explicarlo? El miedo es una promesa que raramente se cumple, si uno fuera a pensarlo bien.


6.

Cassius volvió a buscarme en la zapatería. Sé lo que quería: tener un romance regular. Después de que yo había visto a su familia, era obvio que sería esta la salvación, no porque él necesitara amar o ser amado, sino porque follándose a alguien por la tarde, una vez por semana o cada quince días, se sentiría menos humillado y soportaría mejor a la mujer y a la hija. Nada de eso él me lo dijo, tal vez ni lo pensara todavía, pero yo ya lo sabía, y lo acepté para ayudarlo.

Mantuve los encuentros por unos dos meses. Él fue cambiando semana tras semana, quedándose visiblemente menos infeliz y más confiado. Íbamos siempre a una pizzería en la Plaza Saens Peña – yo no comía, claro, ya me había comido mi patata. Hablaba mucho sobre la competencia, Toldos Machado, que ofrecía el pago dividido en veinticuatro cuotas, pero que no trabajaba con un material de la misma calidad de Bom Tempo, que podía dividir el pago en un máximo de seis cuotas. Yo no podía imaginarme cómo el mundo es duro, me decía, y cómo se juega sucio en este ramo de los toldos. ¿Y qué ventaja tiene pasarse dos años pagando por una cosa? Da tiempo de que aquella cosa se ensucie, se rompa y todavía se está pagando. Yo asentía, tomaba agua, le hacía preguntas sobre limpieza y conservación, para no dejar que la conversación se muriera. Cassius me miraba feliz y desconcertado, nunca había encontrado una mujer tan interesada en su trabajo. En este medio tiempo yo perdí el mío. El tío de Marcele me echó sin mayores explicaciones, pero Bruna me dijo que era porque yo me demoraba demasiado en el almuerzo y me había involucrado con un cliente. No sé cómo fue que él lo supo. Tal vez la mujer de Cassius hubiera vuelto realmente. Yo ya me había acostumbrado a pensar que seiscientos reales era mucho, iba a echarlos de menos.

No le conté nada a Cassius sobre el despido, no quería que se sintiera culpable. Pero debía resolver qué es lo que haría de ahora en adelante. Intentaba pensar en ello un final de tarde, mientras él dormitaba. Se veía lloviznar fino por el borde de la ventana, pero no hacía frío. Una bala había entrado y se había alojado cerca del techo del cuarto, algunos días antes. No la vi entrar, simplemente llegué a casa volviendo de Batata Inglesa y me encontré con aquello. Por lo menos los cristales de la ventana estaban abiertos, si no habría sido una tremenda suciedad y una fortuna para arreglarlo todo. Si bien que tal vez el gasto no fuese mío sino del propietario, en un caso de esos hacía falta investigar un poco. El ruido afuera, milagrosamente, no era tanto como solía serlo a aquella hora. A las seis de la tarde, generalmente el apartamento vibraba junto con el tránsito, tal vez aquel día fuera festivo. Debía aprovechar la calma y el silencio para pensar en el futuro y en dinero. Había una música viniendo de la radio del portero allá abajo, pero yo no podía distinguir cuál era y eso me gustaba; a veces me gusta entender sonidos equivocados, frases equivocadas. Cerré los ojos solo un poco, no pretendía dormirme. Pero en vez del futuro, por un instante estuve acostada de nuevo en una cama pequeña personal, de cabecera color crema, donde sábanas viejas de flores menudas se intercambiaban a lo largo de las semanas, con un olor a paño limpio que me calmaba como pocas cosas en el mundo. Cassius se despertó solo y yo también abrí los ojos. Tenía un despertador interno que no lo dejaba pasarse de las seis de la tarde lejos de casa. Me pareció que debía acariciarle la espalda, que la tenía fría y un poco repugnante.

_ Tienes una mano suave y blandita...

Dejé escapar que había sido masajista, ya arrepintiéndome a cada palabra. Él me miró sorprendido. _"¿Masajista cómo?"_ Le dije que había tenido un consultorio, hace mucho tiempo. Él se rio aliviado, ya empezando a vestirse.

_ Qué susto, masajista para mí..., yo pienso enseguida en otra cosa.

Le iba a responder cualquier tontería, pero de pronto un nombre me vino solito desde el fondo de la cabeza. Ernesto. Ernesto, a quien solo vi una vez en la vida y que también pensaba enseguida en otra cosa cuando oía hablar de masajista. Cassius me agarró y me besó el cuello diciéndome que ya me extrañaba. Yo me lo quité de arriba inmediatamente y fui llevándolo hasta la puerta. Una euforia sin motivo me invadió después que salió. Pero ¿por qué? ¿Qué es lo que yo debía hacer y no lo sabía? Entonces, trancando la puerta, dándole la última vuelta a la llave, de pronto entendí cuál sería el próximo paso. Mi misión con Cassius estaba terminada. Ahora yo debía llamar a Inés, para decirle que dejara de buscar un inquilino para el consultorio.


7.

Antes me certifiqué con el portero del edificio de que Hugo no aparecía hacía algún tiempo. En junio había pasado tres veces, en julio una, y ahora, en los primeros días de agosto, todavía ninguna. Debía saber que yo lo estaba alquilando y había desistido de buscarme por allí. Algunos meses de consultorio cerrado no habían hecho ninguna diferencia. Ni al menos había polvo porque las ventanas, como expliqué antes, eran perfectamente vedadas. Había tan solo dos cucarachas muertas en un rincón y un ligero olor a agua podrida viniendo del desagüe del baño, nada que un poco de desinfectante no resolviera.

Leí los anuncios del periódico con atención, sentada encima de la mesa de masaje. Acabé decidiéndome por copiar el anuncio de una tal Leticia: “madura, con todo en su lugar, manos de hada, realiza todas las fantasías.” (¿De quién? ¿De ella, del cliente, todas las fantasías que existen en el mundo? La redacción no era buena, lo sé, pero la comunicación, en estos casos, es misteriosa, ocurre justo fuera de la gramática, o de la concordancia, o de la regencia, qué se yo.) Recibí la primera llamada temprano al día siguiente; horas después le abrí la puerta a un hombre flaco, con jeans y camiseta, con cara de periodista o músico. De cualquier modo, lo opuesto del ejecutivo que yo esperaba ver dándose una escapada de la oficina a la hora del almuerzo. Solo abriendo la puerta me di cuenta de cómo sería fácil sacar una navaja en aquel momento y matarme allí mismo _ yo ni siquiera haría ruido, lo sé, soy de aquellas que pierde la voz con cualquier susto. Pero él no sacó ninguna navaja. Gané ciento cincuenta reales antes del almuerzo sin cansarme una décima parte de lo que me cansaría si le hubiera hecho un masaje. Acabé aquel día un poco lenta, física y mentalmente, pero parecía que aquella sala y yo finalmente habíamos encontrado una vocación.

Desgraciadamente, no era tan así y la semana siguiente me lo mostró. Poca gente me llamaba. Intenté otros textos para el anuncio; pero ¿cómo competir con Vanessa _ marca de biquini, rubia natural, 18 años, cuerpo alucinante _ sin contar una mentira que sería desenmascarada media hora después? A lo largo de aquella semana solo aparecieron ocho hombres, era bastante poco. Y a mí no me gustaba mucho aquello, la verdad era esa. Como máximo servía como un ejercicio de salir del cuerpo, existe incluso un nombre para eso, una técnica, pero yo lo hacía intuitivamente. Uno de los clientes _ el más viejo de los ocho, claro _ llegó a reclamar, me dijo que yo no ayudaba mucho, que mi alma, mi cabeza no estaban allí. ¿Alma? ¿Cabeza? Pensé que fuera loco y le di un descuento de treinta reales. No estoy siempre atrás de sexo; es él quien a veces me agarra, generalmente de sorpresa, me lleva para algún lugar que no conozco y me devuelve al final, intacta. (Difícilmente vivo la excitación de anticipar. Por ejemplo, andar una tarde de sol por el final de Leblon, después de haber comprado una revista, sentarme y tomarme un café mientras leo esa revista; pasarme una mañana en Leroy-Merlin comprando pequeños y extraños objetos que la mayoría de la gente ni sabe que existen y que van a resolver problemas en casa para los cuales parecía no haber solución en el mundo _ eso sí, es una excitación que vale la pena anticipar.) Y estaba además el anuncio, que tenía que salir como mínimo una vez por semana y que costaba caro, al final no compensaba.

Dejé pasar el fin de semana y el lunes, cuando me preparaba para dejar el consultorio, llevándome lo poco que tenía allí, el timbre sonó, sin que nadie me hubiera llamado antes. Pensé que era el portero, fui a abrir y me encontré con Claudio, el socio de Hugo. Había olvidado que existía y no me gustó tener que acordarme. Me quedé un poco perdida parada en la puerta y él enseguida me aclaró que estaba allí porque un conocido suyo había estado durante la semana anterior conmigo; los dos conversaron, ese conocido le dio la dirección, él pensó que podía ser, pero no pudo creerlo, después fue a chequear y vio que era realmente mi consultorio. Después de la explicación, nos quedamos un rato en silencio, yo todavía sin valor para preguntarle exactamente qué es lo que había venido a hacer allí, él con una sonrisita en la cara que a mí no me gustaba ni un poquito. “¿Y entonces?”, me preguntó. “Y entonces nada”, le respondí, ya con la llave en la mano. “Cinco minutos más y no me encuentras aquí, estoy cerrando la sala hoy. Voy a alquilarla.” La sonrisita continuó allí, mientras él me decía que lo creía. Aquello me fue irritando. Le dije que poco me importaba si lo creía o no y que el hecho de estar cobrando para follar no me hacía aceptar automáticamente a cualquier persona. No trabajaba con abogados, por ejemplo. Él se rio mucho, pero enseguida se puso serio. “Piénsalo bien”, me dijo. “Piénsalo. Después de todo lo que te pasó, este puede ser el día más feliz de tu vida.” El problema es que yo no quiero pensar en todo lo que me pasó, le respondí, ya intentando hacerle fuerza para pasar hacia afuera. Pero él se plantó allí en la puerta y me empujó hacia adentro. Se me enredaron los pies y me caí de espaldas, por encima de la estantería donde guardaba los frascos de aceite y las cremas. Él se quedó medio sin saber qué hacer y me extendió la mano para que me levantara. Solo que yo, a esa altura, estaba con la espalda lastimada y ciega de rabia y le di una patada en el pecho, con toda la fuerza de que fui capaz. Él se fue contra la pared, con los ojos desorbitados. Los rizos de pelo pegados en la frente sudada me revolvían el estómago. “¡Hija da puta, quería ayudarte!” "¡Hijo de puta eres tú, imbécil!, le grité. Me levanté sola, loca para que él aprovechara el hecho de estar al lado de la puerta para largarse de una vez. “Yo pensé que quisieras vengarte de él”, continuó, con un tono de voz lastimado. “¿Sabías que está viviendo con ella, en la casa donde tú viviste? Se fueron de viaje a Nueva York, al mismo hotel donde siempre se quedaba contigo.” Agarré la primera cosa pesada que vi por delante, una pirámide de cristal que gracias a Dios no lo alcanzó, porque dejó un hueco del tamaño de una moneda de veinticinco centavos en el repello de la pared. Esta vez se marchó. De pronto la puerta estaba abierta y parecía que él nunca había estado allí ni me había dicho aquellas cosas. Y yo estaba en el piso, la estantería derrumbada, mis frascos esparcidos, pequeñas manchas de aceite juntándose en una mancha más grande que avanzaba lenta sobre la alfombra.

Aquella noche, no sé, me dio pereza salir y ver más gente de lo que ya había visto. Cené media patata con strogonoff que había sobrado de la víspera. Algunas horas más tarde me desperté con unos toques en la puerta del cuarto. Estaba completamente oscuro. Oí una voz indefinida en el lado de afuera llamando “¿mamá?”. Era claramente “mamá” y claramente conmigo. Abrí la puerta del cuarto, pero no era nadie. No logré más dormir hasta por la mañana.


8.

Cassius fue a buscarme después que pasé diez días sin hablar con él. Conversamos en el pasillo y no tuve ningún problema para decirle que no podía verlo más. Cómo es bueno ser convincente, y cómo uno queda convincente cuando sabe que le está haciendo un bien a alguien. Él intentó insistir, pero lo corté. Le dije la verdad: nuestro tiempo juntos había acabado y le estaba prohibido preguntarme por qué. "¿Pero por qué?" me preguntó (era un verdadero ignorante). "¡No hay un porqué y vamos a parar con esa manía de pensar que todo tiene que tener un porqué! Por qué no tiene ninguna importancia, al contrario; generalmente es la pregunta más inútil que uno puede hacer sobre una situación. ¡Y tiene realmente mucha diferencia pagar un toldo en veinticuatro cuotas! ¡Aunque se rompa, aunque se eche a perder! Es mejor que pagarlo todo adelantado y romperse después, ¿no es verdad? ¿Qué es lo que lo hace a uno sentirse más idiota?" Esta vez o entendió o desistió, porque se fue alejando hasta el elevador sin decirme nada.



9.

Hacía cuatro meses que yo había salido de la casa de Jardín Botánico. A veces me veía obligada a mirar el calendario para estar segura, porque parecía mucho más tiempo. La reparación que estaba haciendo Light en la esquina ya se había acabado y Net estaba levantando una tapia cerca de la iglesia presbiteriana en la manzana de atrás, lo que era una pena, porque a mí me encantaba pasar delante de aquella iglesia. Creo que las iglesias protestantes son siempre de piedra. La de Jardín Botánico lo era, otra en Largo do Machado también lo era. Debe ser porque ellos saben el efecto que las construcciones de piedra tienen sobre la gente que se siente desamparada. La piedra es caliente, tiene una vida menos escandalosa que los animales y los vegetales, pero tiene su vida. La iglesia estaba protegida por un portón siempre cerrado con candado. Tenía un jardín delante, con dos canteros en forma de frijol, siempre muy bien cuidados, lo cual llegaba a ser chocante en medio al desorden de la calle. Pero no sé por qué hablé de eso. Yo odio, con todas mis fuerzas, el número cuatro. Nací un día cuatro, entonces lo conozco íntimamente, desde muy pequeña; no sé cómo nadie percibe lo falso que es, cuánto se hace de pobrecito, enfermito, y le echa la culpa de todo a los demás. Nueve meses sí, ese sí sería un tiempo bonito, y el nueve es elegante y misterioso.

Inés me oía callada. Había aparecido sin avisarme. Ella no es de hacer este tipo de cosas, siempre pensó que era una grosería. No me sonrió cuando le abrí la puerta, no quiso el agua que le ofrecí, no aceptó almorzar conmigo en Batata Inglesa. Me preguntó qué historia era aquella de que el portero me llamara de Judith, yo me hice la desentendida. Y ahora me oía, callada e impaciente, hablar de las piedras y de los números. Cuando acabé, me preguntó si no quería cortarme el pelo, el megahair estaba raro, se podían ver las enmiendas del pelo en el medio. No me importan más las enmiendas, las enmiendas son lo de menos. Tienes que llegar muy cerca para verlas, casi nadie llega tan cerca así de los demás. Ella entró en la cocina sin pedírmelo, después en el baño y después en el cuarto. A la vuelta respiró hondo y me dijo que la casa estaba oliendo mal. Entonces me sujetó por los brazos como nunca lo había hecho antes _ Inés tampoco es mucho de estar tocando a los demás. Me miró a los ojos, me dijo que tenía que salir de allí. Nunca, adoro la calle Doutor Satamini. “¡Entonces limpia esta casa! ¡Mírate! ¡Vas a salir conmigo ahora mismo, vamos a arreglarte ese pelo, pintarte las uñas... y esas ropas, eso ya pasó del límite hace mucho tiempo!” Esa historia de manicure me llega muy adentro, ¿sabes? Cuando era pequeña, arreglarse las uñas todas las semanas era lo que separaba a las niñas de las mujeres. Solo por eso dejé que ella me llevase. Inés eligió una peluquería en Gávea, en lo alto de la calle Jequitibá, cerca del convento donde yo iba a veces con mi madre a comprar galletas. Gávea entonces era lejos, un paseo de una tarde entera para quien vivía en Copacabana y no tenía coche. Mi brazo se quedaba estirado mientras ella me halaba por la escalera de cerámica roja que iba desde el portón hasta la casa. Para que me hayan levantado del piso de aquella manera, yo debía tener tan solo unos tres, cuatro años de edad, como máximo. Todavía tengo la sensación de tener la mano dentro de su mano, los ojos a la altura de sus caderas. Mi madre fuerte, decidida, el pelo aún oscuro, arrastrándome siempre que iba a la costurera, a la manicure, o al convento a comprar galletas. Inés ahora me halaba por la mano hasta el banquito de la manicure, al fondo de la peluquería. Me pinté las uñas de rojo vino. Después ella me habló durante mucho tiempo muy bajito, intentando convencerme de que el pelo me crecería rápido, pero no la dejé que mandara a quitarme el megahair. Recortarlo un poco podía ser, pero quitármelo todo, dejarme con el pelo a la altura de los hombros, no. “Pero eso es pelo muerto, pelo de otra persona, ¡es horrible!” ¿Y quién dijo que uno no puede tener pelo de otra persona? Nunca había pensado en eso, pero la idea es bonita, es como recibir el corazón de alguien, o adoptar un hijo. No la dejé de ninguna manera y ella reaccionó enfurruñándose como una niña. Solo me di un retoque en el tinte y me lo hidraté. Ella me dejó en casa más tarde, pero me avisó que volvería. Me dijo que no iba a dejarme que me quedara sola alimentándome de patatas y los ojos se le pusieron rojos. Pero yo no estoy sola, le respondí, he vivido tantas cosas, cada cosas...


10.

Mi hermano Torcuato.

Estaba tan acostumbrada a no pensar en él. A acordarme del niño que estudió conmigo en el mismo grupo de la Escuela San Sebastián (porque estaba siempre un año atrasado) como una persona totalmente distinta del pobre hombre en que se convirtió. Tanto que nunca le atribuí a Hugo nuestro alejamiento. Como él no soportaba a Torcuato, puedo decir que tan solo facilitó lo que yo no tendría fuerzas para hacerlo sola: ir dejando que nuestra relación se deshilachara hasta que no existiera más. Porque los hermanos, vamos a encararlo, son personas que solo tienen sentido en la infancia. Torcuato se quedó con la única cosa (además de aquella armadura de gafas de la que ya hablé) que mi padre nos dejó, una tienda que daba a la calle en Laranjeiras. Con la falta de visión de mi padre, es claro que la tienda, en la época en que la compró, ya quedaba en una calle con un comercio flojo; con el tiempo y la construcción de un viaducto delante de ella, pasó a ser uno de esos lugares que parecen existir porque nadie se acuerda de acabar con ellos. Torcuato, después de intentar una papelería y una tiendecita de juguetes (la única tienda de juguetes triste del mundo, decía Hugo), decidió desistir de todo e hizo del lugar lo que llamaba de un anticuario, pero que era en realidad una tienda de objetos usados de segunda mano mal arreglada y oscura.

Me bajé del taxi enfrente a la tienda sin letrero. La garganta me comenzó a picar en cuanto entré. Avancé por un laberinto de muebles e adornos empolvados, intentando no recostarme en nada, evitando principalmente una hilera de vasos altos de whisky de cristal tornasol, colocada absurdamente cerca del borde de una mesa. Torcuato estaba sentado al fondo de la tienda y solo levantó los ojos del periódico cuando sintió que yo caminaba hacia él. Parecía más ancho y pesado, especialmente en la cara. El pelo abundante había disminuido un poco a los lados de la frente. Parecía protegerse atrás del periódico y salió enseguida preguntando si era algún problema con el Impuesto Urbano. ¿Y qué es lo que yo podría tener que ver con el Impuesto Urbano de aquella tienda? Torcuato refunfuño que nunca se sabe, la municipalidad andaba atrás de él, podían haberme contactado. No, no era nada de la municipalidad. Le dije enseguida que quería la colección de las revistas Selecciones de mi madre. Le expliqué que había andado pensando en ella recientemente. Él no tenía la mínima idea de si estaban o no con él, y me mandó a buscar en una estantería llena de revistas y libros amontonados. La garganta a esta altura me picaba más y amenazaba con cerrárseme de una vez, por eso intenté ser rápida y no respirar hondo. Pasé por “Álgebra para tercer grado”, “Mensajes de los Espíritus”, “El Placer de Bordar”, hasta encontrar doce pequeños volúmenes encuadernados y amarrados con un hilo - un mínimo de organización por lo menos había allí. Solo mi madre, en el mundo entero, mandó a encuadernar las revistas que le gustaban. A mi padre le gustaba provocarla diciéndole que el dinero de la encuadernación era una inversión, que un día las revistas iban a costar una fortuna. La colección toda ahora costaba treinta y cinco reales. Le pregunté si tenía que pagar por aquello, ya que, de cierta forma, era mío. Torcuato refunfuñó e hizo un chasquido con la lengua. Él vivía de aquello, etc., ¿qué eran treinta y cinco reales para mí, que era casada con un tipo rico? No le conté sobre la separación, pero me acordé que había desistido de mi parte en la tienda a favor de él - aquellos libros, lo siento mucho, me los merecía. Me propuso pagar veinticinco, levanté la voz para decirle que no quería pagar nada, pero él me hizo señal de que me callara porque alguien había entrado en la tienda. Vi que observaba con atención a una muchachita bajita, de pelo anaranjado, saya de cuadros bien corta y botines negros pesados. Como era de esperarse, fue directo para la percha de ropas. Mientras miraba perchero por perchero, la mochila en la espalda pasaba a milímetros de los vasos tornasoles. Tuve el impulso de avisárselo, pero, antes que pudiera decirle cualquier cosa, Torcuato me sujetó por la muñeca. Sus ojos me imploraban para no hablar. No entendí enseguida, y él juntó las manos en una súplica irritada. Lo que vino después fue el ruido del cristal estrellándose contra el piso, el susto de la chica, una palabrota, Torcuato arrastrando la silla para levantarse. La chica disculpándose, sin saber qué decir, él parecía resentido y simpático, pero explicaba que no podía quedarse con el perjuicio, cada vaso costaba siete, multiplicado por seis, cuarenta y dos. Para probar que no mentía, mostró un pedazo de vidrio con la etiqueta todavía pegada. La cara me ardía. Arranqué cuatro billetes de la cartera y se los metí en la mano estrujándolos (“¡claro, tú vives de eso!”), antes de salir abrazada con las revistas. Ni miré hacia atrás. Lo correcto sería andar furiosa por una, dos cuadras, después ir disminuyendo el paso y pensar que a final de cuentas era el único hermano que me quedaba, la única persona viva en el mundo que me conoció de niña, y que esto debe tener algún valor. Lo correcto sería volver sin decirle nada, darle un beso en la cara, un beso de perdón, de quien tal vez no fuera a verlo nunca más, solo para que las cosas no se quedaran para siempre tan mal interrumpidas en aquel punto, para que el último recuerdo suyo no corriera el riesgo de ser aquel. Lo correcto sería eso.


11.

Una cortina de persianas que la brisa cierra lentamente en una tarde de sol. Una cortina de persianas que el viento del invierno hace golpear varias veces contra la pared. Pero mi casa no tenía cortinas de persianas de madera, sino ventanas con marcos de aluminio sin cortinas, y nada allá afuera me interesaba ahora. La colección de revistas abierta arriba del colchón era el único punto caliente y pulsante en el mundo en aquel momento: La esperada floración de los cerezos – ¿sabías que los japoneses le atribuían a cada árbol un alma? El punto más profundo del Pacífico, las Fosas Marianas – ¿qué formas de vida podemos esperar encontrar allí? Gelatina de tres colores, receta simple para encantar a los niños. Silencio, corrección, dedicación: ella usa Olivetti. ¿La llamada se cayó? ¡Puede haber sido una explosión solar! Canapés rápidos y tragos inventivos para el verano. Reconociendo la edad de un cedro. Casos increíbles de los bomberos de New Hampshire. El peligro en el fondo del vaso. Misterio en el hielo. Reírse es la mejor solución. Los colmillos: ¿por qué los tenemos? Todos los colores de la Aurora Boreal. El móvil estaba sonando y yo no me había dado cuenta. Contesté sin quitarle los ojos a la revista, lo cual fue un gran, un enorme error. Antes de que la voz hablara vino una respiración muy honda. "¿Eres tú?" Sí, soy yo _ y era Hugo del otro lado, demasiado tarde. Le hacía mucha falta hablar conmigo. ¿Por qué? Le pregunté. "Porque yo estaba allí, y solo pensaba en ti. Yo estaba allí, en el momento en que todo ocurrió, estaba yendo a pie, faltaba una cuadra, lo vi todo. Y solo pensaba en ti." ¿Qué todo? ¿Qué cuadra, ¿Dónde estaba? Por un instante pensé que me había llamado por equivocación. "¿Cómo qué todo?" me gritó. "¿No viste lo que pasó? ¡El mundo se acabó! ¡Estrellaron dos aviones contra el World Trade Center! Dos aviones, se derrumbó todo, ¿cómo es posible que tú no lo hayas visto?"

Dos horas después de eso yo estaba sentada delante de una vodka pura. Una de las pocas bebidas que saben mejor en casa que en la calle. Una vodka en el congelador de la heladera es siempre más espesa y tiene un sabor mejor que una vodka pura en la calle, que viene casi siempre aguada. Lo más gracioso es como ciertos momentos que uno cerca de fantasía acaban ocurriendo en una brecha de lo cotidiano, sin ninguna grandiosidad, ni para el bien ni para el mal. Hugo estaba del otro lado de la mesa, como ya lo había estado millones de otras veces. Los ojos los tenía rojos y el pelo mal cortado, por primera vez en la vida, creo. Pensaba que había escapado de morirse y no lograba dejar de hablar de eso.

Soy muy voraz para la bebida. Todos en casa éramos así. Para comer, comíamos despacio, pero para beber cualquier cosa con calma era imposible. Pedí otra vodka y solo entonces me sentí bien. Hugo me dijo que le gustó mi pelo, que estaba diferente, pero enseguida volvió a hablar de cuánto estaba aturdido, del ruido, del polvo, de los gritos, del fin de un mundo, del fin de un tiempo, de la sensación de nada ser sólido, nada ser seguro... La tercera vodka me dio náuseas. Tuve un reflujo muy malo, mezclado con rabia. ¿Quieres saber una cosa? Sinceramente, me importan tres cojones el World Trade Center. Tres no, cuatro. Me levanté, cogí el bolso y le avisé que volvería para mi casa. Él sacó el dinero de la billetera y lo tiró sobre la mesa, me dijo que me llevaría. Me eché a andar rápido por la calle. Subimos en silencio en el elevador del edificio garaje. Yo no conseguía pensar bien con aquella nube de alcohol agarrándose a mi cabeza. Me di cuenta que él me observaba con el rabo del ojo, un poco asustado. Yo debía parecer más borracha de lo que estaba, porque él me sujetó por el brazo y me acomodó en el asiento del coche. Puso la mano en la llave, pero no arrancó enseguida, intentaba recuperar el aliento. La tarde allá afuera estaba muy clara, el aire extrañamente limpio para el centro de la ciudad. Rectángulos de luz azul se escurrían por los espacios entre el concreto y hacían que te doliesen los ojos. Después de algún tiempo, me preguntó si no quería realmente decirle algo más; tal vez yo quisiera, pero mis dientes todavía estaban cerrados de rabia. Entonces comenzó a hablarme dulcemente, como si yo fuera un niño con fiebre o un animal huyendo de la jaula. Me preguntó si yo realmente pensaba que podríamos vivir sin jamás conversar sobre aquello. Yo he vivido sin eso, ¿Tú no has vivido sin eso también? Por supuesto que podemos. Conversar no tenía ninguna importancia. Ninguna palabra iba jamás a cambiar lo que había ocurrido, o ablandarlo, o hacerlo desaparecer. Tiempo y silencio, no hay otra solución. Me dijo que estaba equivocada.

_ ¿No te interesa saber que yo nunca quise ese hijo? ¿Que ya no nos veíamos cuando lo supe?

_ Pero estabas en Nueva York ahora con ella.

Se llevó un susto, ¿quién te dijo que ella fue conmigo? Me arrepentí inmediatamente de habérselo dicho, tampoco tenía importancia, él podía ir para donde quisiera, con quien quisiera, yo solo quería volver para casa. Pero él continuó, se sentía infeliz, su vida se había convertido de una punta a la otra en una obligación amarga. El placer, la levedad, se habían marchado junto conmigo. En ese momento me reí. Pero me di cuenta que tenía la cara mojada, debía haber llorado un poco sin percatarme de ello y me sentí aliviada, la nube de alcohol finalmente comenzaba a evaporarse. Estuve mirando por la ventanilla del coche parado un jirón ennegrecido de un cerro, los edificios comerciales tan cerca unos de los otros, y le di gracias a Dios por nunca haber trabajado en el centro de la ciudad. Entonces sentí cuando me besaba en el cuello. El beso vino junto con una suerte de sueño, no valía la pena empujarlo ni luchar contra aquello, tampoco importaba más. Vino otro beso, más largo. No debían ser más de las tres de la tarde. Entonces me volteó la cara y me besó en la boca. Me acuerdo de haber pensado que estaba ganando experiencia, acumulando historia y otras cosas idiotas. Él me sujetó por la cabeza, ahora con las dos manos, y me besó de nuevo; después me haló por arriba de la palanca de cambio. Se enrolló mi pelo en la mano y lo haló hacia atrás, como siempre le gustó hacerlo, me mordió el hombro, y puedo decir que esta vez preferí cerrar los ojos y descansar.


12.

Volví para casa dos días después. Estaba viva de una forma diferente, como si estuviese hinchada por dentro, infiltrada por un brillo que no podía controlar. Luchaba con todas las fuerzas de que era capaz para no perder la realidad que había construido con tanta dificultad en los últimos meses. Nos habíamos despedido cogidos de la mano, yo pidiendo muy en serio, pero sin lograr dejar de sonreír, que no nos viéramos más. Él también se rio y me lo prometió, pero sabía que ya me había clavado el anzuelo. Y yo sabía que volvería a vivir de aquella falta, abierta ahora como una rosa encima de mi pecho.

Sentí hambre, pero no de patatas. Decidí hacer la cena. Elegí la Sopa de Guisantes con Tocino, de la revista de octubre del 63. Fui al supermercado corriendo, compré todo lo que me hacía falta, incluso una olla, cociné durante unas tres horas _ no era una olla de presión _, leyendo varias veces cada renglón de la receta. La casa se me llenó de un humo grasiento, por primera vez desde que había ido a vivir allí, cuando eché los trozos de tocino en la olla caliente. También por primera vez, abrí la mesita doblable de la cocina y me lo comí casi todo yo sola.

Hugo no cumplió su promesa. Tres días después me llamó desde la calle.
_ ¿Qué historia es esa de Judith? No me gusta ese nombre. Te dejé una cosa en la recepción.
Bajé para ver lo que era. Fred estaba amarrado con un collar nuevo, rojo, amarrado a la pata de la mesa del portero. Estaba sentado quieto, parecía muy limpio y obediente. Movió la cola cuando me vio, pero no se levantó. Me arrodillé para hablar con él. Entonces el calor de su lengua pasando por mi mano – no lo sé explicar, me estremecí. Reconocí que todo aquel tempo me había faltado aquello, que la tierra se rajara por un segundo y me tragara, me dejara tocar el núcleo de donde emana la vida - la suya, la mía, la del hombre que arreglaba el elevador en aquel momento, la de Hugo, la del zorzal del portero, la de la mata de tomate que el sereno había sembrado en los fondos del garaje. Todas las vidas siendo una sola y viniendo del mismo lugar, las diferentes formas no sirviendo para nada además de distraer los ojos de los que tienen ojos y hacer reflejar a los que pueden reflejar. Hojas, bacterias, lagartijas, perros callejeros, gatos, sudor, suciedad.


13.

No existía más nada ahora entre la vida y mi piel. El tiempo comenzaba a calentar de verdad, por la tarde mi cuarto hervía. Yo exageraba las cosas estirándome en la cama a la hora en que el sol caía más fuerte. Los párpados cerrados, los ojos pestañeando leves y el sol haciendo que el polvo danzara en vuelta. El polvo es bruto y permanece siendo siempre el mismo, no cambia, no conoce el tiempo, así como cada átomo de uno, que está solo de paso en uno y ya ha estado en lugares que ni te los imaginas. Pero eso no es novedad, está escrito en la puerta del cementerio.

Tropecé con Fred con la punta del pie, acostado al lado de la cama. En la revista de junio del 66 hay una supuesta historia de la domesticación de los animales. Los hombres aún viven en cuevas o en huecos en el tronco de enormes árboles. Las noches son negras. Los lobos son sus enemigos, como del resto de la mayoría de los animales. Comen niños, viejos, gente débil, traen tanto peligro como los leones, los tigres, las hienas y qué sé yo quién más. Un día (ok, no fue “un día”) antes de recogerse, algunos hombres botan los restos de comida que no sirven para más nada. Y, para su espanto, la jauría de lobos que ronda la cueva se contenta con aquellas sobras. Los animales se acuestan allí cerca para roer sus huesos en paz. Mejor todavía: para preservar a aquellos que les dieron la comida, espantan a las hienas, a los tigres y a todos los que intenten acercarse a la cueva de los pobres bípedos desnudos. No demora mucho tiempo para que los humanos entiendan que si alimentan a los lobos serán protegidos por ellos. No demora mucho tiempo, por lo tanto, para surgir la fidelidad de parte de ellos y la gratitud de nuestra parte - o viceversa, da igual.

Hugo me llamó aquella noche queriendo saber si me había gustado la sorpresa. Le hizo una verdadera declaración de amor al perro. Habló de cómo había descubierto su compañía, cómo me había entendido mejor _ aquí nos reímos, claro _, de cómo su presencia al mismo tiempo lo hacía echarme de menos y ablandar un poco la añoranza que sentía por mí. Era tan bueno, que decidí colgar, antes que se hiciera insoportable. Bajé para pasear con Fred y cuando el portero fue atrás de mí por la calle con la cuenta de luz llamándome “¡Doña Judith!”, me olvidé virarme para responderle.


14.

Mi lucha, más que nunca, era para intentar continuar viviendo como si nada estuviera ocurriendo. Era para no sentarme, recostarme, sonreír y pensar “se acabó”. Para no dejar correr una lágrima de alivio y pensar que finalmente había pasado una página negra. No podía ser negra. No era justo dejar de gustar de todo lo que había vivido aquellos meses.

Les di unos días de asueto a las dependientas de Batata Inglesa, que deben haber pensado que me morí. Para no romper mis lazos con Tijuca, me empeñé en buscar otro empleo por allí. Conversando con Inés, acabó indicándome un siquiatra en Grajaú al que le hacía falta una recepcionista. No sé si ella sabía que Hugo y yo andábamos viéndonos a veces. Me pareció mejor que no lo supiera, todavía era su vecina, debía ver cosas en aquella casa que yo no quería saber de ninguna forma.

Comencé en el consultorio del doctor Nelson Ataliba tres días después. Enfrentaba siempre un tráfico estúpido para llegar, lo cual me hacía salir más temprano de casa y dejar a Fred más tiempo solo. Hugo me había preguntado si yo no quería que lo llevara de vuelta para la casa de Jardín Botánico, había más espacio, gente para cuidarlo, etc. Le respondí que lo iba a extrañar mucho y él me respondió que la idea era esta misma. Yo andaba tan alegre que en la primera semana de trabajo un paciente del doctor Nelson, de la nada, me regaló un pintalabios. En lo restante, yo podía incluso leer y oír música mientras él estaba en la consulta. Aproveché para pensar bien en la historia de que Fred volviera para la casa. Aunque no quisiera sacar conclusiones, esto me empujaba hacia una: Hugo estaba viviendo solo. Lo podría confirmar en un segundo con Inés; podría, pero no estaba segura de que lo quería, tenía que mantener el nivel de esperanza (el doctor Nelson e Inés dirían expectativa) lo más bajo posible. Eso me daba un placer físico, una vibracioncita sorda algunos dedos por debajo del ombligo.

El doctor Nelson Ataliba era un hombre gordo, de piel bien trigueña, casi completamente calvo. Fumaba una cajetilla y media de Marlboro por día y tenía ataques de tos horrorosos, que monitoreaba con abreugrafías anuales. Una tarde me pidió que le recogiera el resultado de una, en un hospital de Botafogo. Llovía, era el auge de la hora pico, yo no tenía que volver de nuevo al consultorio aquel día. Él me dio el papel del laboratorio y el dinero del taxi, pero no pasaba ninguno vacío a aquella hora. Casi sin querer, marqué en el celular 25013026. Había un punto del JB Taxi allí cerca - había puntos por toda la ciudad, a pesar de llamarse JB Taxi. Era difícil que hubiera alguno disponible, pero no costaba nada intentar. Después de cuarenta minutos debajo de un alero, el coche apareció. Conseguimos cruzar los dos túneles con mucha dificultad. Salimos a la Lagoa y regresamos a Botafogo, lo cual demoró más que una eternidad. El chofer, menos mal, no quería conversar, el único ruido eran los golpes de los limpiadores de parabrisas. Eran las seis de la tarde. Siempre aborrecí las seis de la tarde y siempre aborrecí el barrio de Botafogo, pero estaba de buen humor. Los coches no se movían en una calle estrecha, el semáforo se ponía rojo y verde tan solo para colorear las gotas en el cristal. Entonces la radio del coche hizo un bip y una voz de mujer dijo del otro lado “PA quince, PA quince... señor Hugo, Calle Inglés de Souza 43, Jardín Botánico... destino Clínica Perinatal de Laranjeiras, urgente, ¿recibido?... Señor Hugo, Calle Inglés de Souza 43, destino Clínica Perinatal de Laranjeiras, urgente.” El chofer cogió el auricular y dijo que no podía; algún otro debe haberse encargado de ir, porque la radio volvió a quedarse en silencio. Mi corazón desapareció de dentro de mí. En la acera alguien bajó con un estruendo la puerta de hierro de un bar.


La primera chispa del sol que sube










1.


No sé si lo colocaron adrede en el medio de la cama matrimonial, pero tuve que arrodillarme en la alfombra para verlo de cerca. Era el final de la tarde, una claridad dulce y morada entraba en el cuarto. Él estaba despierto, quieto, la cabeza volteada hacia la ventana. Tenía una de las manos casi toda metida en la boca. Las cejas eran transparentes, las orejas nacaradas. Hugo me susurró por detrás que más tarde el color de los ojos oscurecería. Antes que yo pudiera defenderme de aquello, sentí el impulso de olerlo ligeramente en lo alto de la cabeza, en el medio del remolino de cabellos castaños. Ya le había oído a mucha gente contar sobre el momento de ver a un hijo por primera vez. En todos los casos había un detalle que marcaba el punto exacto en que el contacto había sido establecido para siempre. Una lo sintió cuando vio el pie derecho del bebé, un pie extraño, flaco, de dedos separados. Otra, al reconocer en el muslo del recién nacido los muslos de toda su familia. Otra solo lo consiguió algunos días después, al acariciarle la base de la espalda a la hija en su regazo, intentando hacer que se durmiera. Raramente ocurría a través de la mirada, los ojos de los bebés en general continúan como abismos durante algunas semanas. Y allí yo me vi inmovilizada, prendida para siempre en el espiral que subía desde aquellos cabellos hacia mi nariz, con olor a pan, a piedras al sol, a agua. Quisiera decir que demoró, que fue difícil y doloroso, pero en menos de dos meses Guilherme era completamente mío y yo conocía una dimensión del amor completamente nueva.

El mes siguiente al nacimiento, Hugo y yo habíamos conversado todos los días por teléfono, por iniciativa suya. Fue el tiempo que demoró para que yo tuviera ganas de conocer a Guilherme. Liliane había desaparecido al tercer día del hospital y si él me hubiera intentado convencer a ver al bebé desde el inicio, creo que me habría mudado de ciudad. Cuando decidí verlo fue con una disposición fría, curiosa. Hugo ya estaba decidido a criarlo solo, triplicándole el sueldo a Elza. Fui ingenua de imaginar que tendría varias opciones después de aquel encuentro. Un sujeto que va solo con su perro al parquecito de la esquina sabe de lo que estoy hablando.


2.

La tarjeta desde Madrid fue la primera que llegó. La fecha era siete meses después del nacimiento. Liliane decía que estaba bien, que había adelgazado – como si alguien lo quisiera saber – y que estaba viviendo en Figueira da Foz con unos parientes del padre, trabajando como gerente de un restaurante. Por qué motivo la tarjeta era de Madrid y no de Figueira da Foz, no lo sé. Quizá hubiera ido a pasarse un fin de semana por allá. Preguntaba el nombre del hijo. Aquella tarjeta nos costó varias noches de discusión. Hugo quería respondérsela, yo no, no quería que ella supiera el nombre. Él acabó convenciéndome de que lo mejor que podíamos hacer era tratarla con cordialidad. No valía la pena hostilizarla porque ella era la madre e independientemente de lo que hubiera hecho, la ley estaría siempre inclinada a perdonarla. Y había una infinidad de alegaciones que ella podría hacer si quisiera al hijo de vuelta. Demencia temporal, depresión post parto, falta de condiciones materiales para criarlo, cualquier golpe bajo de esos – yo cerraba los ojos y podía ver a una jueza secándose una lágrima con la punta de la toga mientras colocaba el bebé en sus brazos. Supervisé la respuesta que Hugo escribió a la dirección que ella dio en Portugal: “Se llama Guilherme. Un abrazo, Hugo”. Para nuestra sorpresa y alivio, la respuesta volvió con un sello de destinatario no encontrado.

La segunda tarjeta postal vino de Ibiza - obviamente. Mandaba besos, solamente. Deseé mudarnos de casa, para que no nos encontrara más, pero él me convenció de que era una tontería. Si las cosas continuaran de aquella forma – calculó un promedio de una tarjeta postal cada tres meses - estábamos bien. Por lo que él conocía de ella (y a mí me hacía mucha falta olvidar el dolor de imaginar cuánto él la conocía), jamás volvería. Debía estar atrás de un hombre rico, con toda seguridad se iba a quedar por Europa, donde la oferta era más grande. Hubo otras, de Nápoles (esta francamente deprimida), de Atenas, de Nice, de Ginebra. Después, un hiato de un año, cuando creí y deseé de todo corazón que se hubiera muerto en un accidente de lancha, o algo así. Una fatalidad en que estuvieran involucradas las fuerzas de la naturaleza y no la maldad de los hombres – el tipo de muerte que acepto casi con satisfacción. Hasta que una tarde, llegando con Guilherme del parquecito, contesté una llamada extraña. Un sujeto con un inglés duro decía que tenía algo para nosotros y que lo dejaría en la recepción del Hotel Luxor, en la Avenida Atlántica. A Hugo le pareció una situación sospechosa y mandó a Iara, la nueva becaria del bufete, a buscar el encargo. Era un cd en un sobre pardo, sin etiqueta. La mano me temblaba cuando lo metí en el drive del ordenador. ¿Quieres ejecutar este archivo con Windows Media Player? Mis ganas eran gritarle que ¡no, no lo quiero! Pero la película empezó a pasar sola. Mostraba a varias personas, la mayoría usando bermudas y sombreros, andando por un camino pedregoso y soleado. Una escarpa de piedra subía del lado izquierdo; del lado derecho la bajada era larga y muy acentuada, terminando en una pequeña playa de un mar azul turquesa. El lugar era tan alto que era posible ver la curvatura del horizonte. Quien había grabado aquello también estaba caminando en medio de la gente, la cámara temblaba mucho. Un zoom torpe intentó por algunos segundos encuadrar una sombra inmóvil fuera de foco. Cuando al fin la imagen ganó nitidez, un pájaro negro acababa de levantar vuelo desde arriba de un bebedor de piedra, al sonido de una palabrota en inglés. El lente entonces se volvió otra vez hacia el paisaje, pasando rápidamente por un cartel donde estaba escrito toilets. Un poco más de mar, que tenía grandes manchas de azul más oscuro a medida que se alejaba de la playa; después otro cartel, en forma de saeta y colgado en un poste, a contraluz, y por último un grupo de chicos abrazados, el de la punta levantando una lata de cerveza. Todo no duró más que tres minutos. De cierta forma, me quedé aliviada. Esperaba ver alguna cosa aterrorizante, no sé por qué. Hugo revió la película varias veces, intentando inútilmente leer lo que estaba escrito en el último cartel. Entonces se acordó de cerrar el archivo y ver qué nombre le habían dado: capepoint. Buscamos en internet y descubrimos que Cape Point es el punto más extremo del Cabo de Buena Esperanza, que a su vez es el punto más meridional de toda África. Es un parque nacional que comprende una inmensa parte plana, acantilados y playas cubiertas de vegetación agreste, de la cual las Proteas son las flores símbolo – lindas, como bromelias, pero más carnudas y exuberantes, con una apariencia prehistórica. Vimos la película dos veces más. Solo entonces pude verla. Estaba bien al comienzo. No nos habíamos dado cuenta antes porque la cámara estaba apuntada hacia el mar. A la izquierda, bajando las escaleras de piedra en contra del flujo de turistas, pasaba ella, ayudando a alguien mucho más viejo y protegido por un sombrero de alas anchas. No duraba más que dos segundos. En realidad, reconocí más el pelo que la cara. No hay mucha gente pelirroja de aquella forma. Lo más gracioso es que después de tanto tiempo no se haya cambiado ni el color ni el corte.

Otras tres postales que llegaron después de eso eran de Lisboa, Sevilla y Lisboa de nuevo. En esta última, de pocos meses atrás, decía que quería mucho, el mucho en letras mayúsculas, venir para el cumpleaños de cuatro años de Guilherme.


3.

Desde el día en que esta última postal había ido para la caja de madera junto con las otras, empecé a despertarme por la mañana y, no sé, era como si todo lo que veía, oía y pensaba no sobrepasara el nivel de la piel, nada ganaba profundidad. Como si una compuerta interna hubiera sido cerrada por un dispositivo de emergencia. (Inés me explicó que este es más o menos el mismo efecto que se consigue con Prozac). En Japón, creo, hay una isla así. Cercada por un único e altísimo dique, esperando la vuelta de la tsunami que ya la barrió del mapa una vez.

Yo estaba de pie delante del espejo del armario, sujetando dos collares porque quería usar algo más que la ropa. Quería, de cualquier forma, exhibir bien claramente aquella atención con los detalles que les muestra a los otros que uno está realmente bien. Inés estaba conmigo. "¿Cristal o perlas?" "Si quieres estar parecida a tu abuela, perlas, claro." "El problema es que yo ya me parezco a mi abuela, queriéndolo o no, un día te enseño una foto de la papada que ella tenía a los cuarenta años." "Qué tontería, eso se quita fácil", me respondió, "se te queda una cicatriz fina en el cuello, pero ya me dijiste que cicatrizas bien." Ludmila y los hijos ya estaban allá abajo. Rafael y Vitória prácticamente no hablaban cuando estaban fuera de casa, solo conversaban un poco entre sí y con la madre. Y, como ante la presencia de Hugo, Ludmila siempre prefirió conversar con él, los dos se quedarían en silencio todo el tiempo. Ni al menos se reirían, como los otros niños, al ver a Fred, que se había quedado ciego y ahora dormía todo el día, estremeciéndose y aullando en sueños interminables.

Encontré a Hugo en la cocina con la hermana y los sobrinos, arreglando las bebidas en el hielo. Elza tenía cargado a Guilherme en brazos, que estaba mirando todo el movimiento, con ojos enormes y quietos medio escondidos por detrás de un vaso de plástico que sujetaba con las dos manos. Por el aire culpable con que Elza me miró, estoy segura de que había coca cola en aquel vaso, pero yo no iba a lograr darle importancia a esto en un día como aquel.

El carrito de la comida llegó inmediatamente después y llamé a Inés para probar conmigo lo que iban a servir. Nos sentamos las dos en el césped, al lado de un plato de muslitos rellenos de pollo, empanaditas, mini pizzas, mini hamburguesas y mini perros calientes. No había ni un solo hilacho de nube en el cielo.



A las tres ella llamó y dijo que estaba en Río con el marido. Yo apenas lograba respirar mientras Hugo hablaba con ella en el viva voz.

_ ¿Vais a hacerle algo, no? ¿Una fiestecita, verdad? Lacerda quiere mucho conocer a Guilherme. Lacerda ya tiene nietos adultos, ¡pero se vuelve loco por los niños! Después incluso quería pedirte una ayuda con un problema, su hija. Le conté que tú trabajas con esas cosas, familia. Y Hugo... yo sé que tú no vas a hacer eso, pero por favor no comentes la historia con todos los detalles. Yo le dije que viví contigo hasta que el bebé tenía seis meses. O un año, no me acuerdo más. Mejor decirle que fue un año, si él pregunta, pero creo que no va a preguntar nada. Lacerda es medio ceremonioso.


(La noche de aquel día apareció una luna inmensa y amarilla en el cielo. Le seguí toda la trayectoria por la diagonal desde la ventana en frente a la cama. De madrugada, un murciélago amenazó entrar y pude distinguir el negro aterciopelado de sus alas en la fracción de segundo que duró la curva que hizo dentro del cuarto. En otra época yo habría despertado a la casa entera con mis gritos. Hugo roncaba después de un dormonid y medio.)


Ella apareció sin el marido, trayendo un conejito de goma que habría sido un regalo razonable un año antes. Conversó con Elza, la felicitó por la comida que no había hecho y al final le pidió que le envolviera unos dulces para Lacerda. Habló también rápidamente con Inés, la vi de lejos. Vi de lejos también una conversación sorprendentemente larga con mi hermano Torcuato, que, hasta donde sé, no se conocían. Se le acercó a Guilherme una sola vez, con un nervosismo visible. Le sonrió, le sujetó el mentón y le ofreció el anular con el solitario para que jugara: ¿ya viste el arco iris? Están los colores del arco iris ahí dentro de mi anillo. Le dije que Guilherme nunca había visto un arco iris. Liliane no había engordado, pero estaba con las caderas más anchas. Por primera vez sentí un bulto de rabia en la garganta al imaginar que ella realmente lo había parido. Usaba una blusa crema y una falda negra, pero la forma como las piernas le salían de aquella falda, no lo sé, algo allí me recordaba la carne cruda. Intentó quedarse sola conmigo una vez, cuando yo me había escapado para ir al despacho a respirar un poco en el aire acondicionado, pero me di cuenta de lo que ella quería y salí a tiempo por la otra puerta. Más tarde consiguió encorralarnos, a Hugo y a mí, en el pasillo, con un vaso de whisky en la mano. Tenemos que hablar los tres, nos dijo. Estaba muy expansiva, nos habría dado un abrazo si la dejáramos. Me percaté que la piel de la cara estaba ligeramente más floja, aunque de lejos no se pudiera percibir. Tenía que hablarnos sobre la gratitud que sentía. Lacerda había hecho que ella lo viera todo. Era un hombre bueno, a pesar de que la historia de los dos haya comenzado complicada. Era el padre de una amiga suya, amiguita de infancia, de la época en que la familia de Lacerda había vivido en Brasil, después de la revolución. Aún adolescente, comenzó a percibir que él la quería de una forma especial, diferente de los padres de las otras amiguitas, y, por supuesto, jamás se lo había contado a nadie. Un día, cuando tenía quince años, después de un almuerzo de domingo en Angra, de repente se quedaron solos en la sala y él la había besado. Fue el beso más importante de su vida, nos contó, masticando una piedrecita de hielo. Ella con un vestido corto después de la playa, con las piernas desnudas pegadas a los pantalones de él, con el rostro entre sus manos. ¿Cómo explicar lo que había sentido? El beso no fue mucho hacia delante. Es decir, avanzó un poco, primero en una hamaca de la sala, después en la sauna de esta casa de Angra, mientras la mujer de él y el resto de la familia aprovecharon la tarde para leer y dormitar, pero ella no estaba segura de cuánto, porque era virgen hasta entonces y nunca consiguió entender si había realmente dejado de serlo aquel día o no. Pero lo que ella quería que comprendiéramos – y que era lo que la hija del marido se negaba a entender - es que había una predestinación en el hecho de que ella estuviera justo con aquel hombre ahora, después de tantos años sin siquiera saber de él. Era el punto hacia el cual había caminado toda la vida. Solo por eso había decidido finalmente buscar a Guilherme, antes no tendría sentido. Hugo logró hablarle después de una eternidad de silencio.

_ ¿Qué es lo que quieres decir exactamente con “buscar a Guilherme”?

Entonces ella dejó el vaso en el alféizar y me puso una mano en el hombro, y la otra en el hombro a Hugo. Estaba con los ojos rojos.

_ Exactamente, no lo sé todavía. ¿Cómo lo puedo saber? Pero no voy a aguantar quedarme lejos de él de nuevo, eso sí que no.

Aquella noche se acabó y yo todavía no había dormido. Sentí como el efecto del dormonid se me pasaba a la hora prevista y vi a Hugo cumpliendo el ritual automático de siempre, sin mirarme o sin decirme una palabra: los pies en la alfombra, el baño, la camisa, el cinturón, la corbata, hasta que lo sujeté por el brazo y le dije "¿y entonces?" No me respondió. Me abrazó con fuerza y me prometió que no dejaría que nada de malo nos pasara. Que dejaría de lado los otros casos del despacho si fuera necesario, pero que dedicaría todo el tiempo y toda la energía que tenía a impedir que ella nos quitara a Guilherme.


4.

Nuestra casa se convirtió en una especie de bunker. Hugo prefería hacer las reuniones allí, para no entorpecer la rutina del bufete. Éramos cuatro: él, Iara, que había sido ascendida, Celso, el nuevo becario, y yo. Desde luego que no debíamos hacer nada mientras ella no se manifestara, pero queríamos anticipar cada movimiento suyo. No era difícil, Hugo era conocido, tenía muchos contactos. En el momento en que ella cogiera un teléfono para marcar la primera entrevista con cualquier otro abogado de familia en Río, nosotros ya lo sabríamos. Era importante también reunir lo máximo posible de informaciones sobre su vida, para la hipótesis de que tuviéramos que probarle a un juez que ella no tenía condiciones de cuidar a un niño. Tampoco sería difícil, Liliane salía mucho de casa, aún más ahora que tenía dinero. Debería estar siempre alguien cerca de ella, registrando cada borrachera, cada escándalo, con mucha suerte algún incumplimiento de la ley, algún pequeño delito. Iara y Celso se encargarían de eso, ya que ella no conocía a ninguno de los dos. Iara había estado en la fiesta del cumpleaños, pero todos concordamos que sería imposible que Liliane se acordara de ella. Nosotros nos encontraríamos todos los miércoles por la noche para el informe de los progresos de la semana y también extraordinariamente, si fuera necesario. El hecho de que estuviéramos haciendo alguna cosa concreta tuvo un efecto muy bueno sobre mí. Empecé a encarar mi rutina con otra disposición, volví a nadar en el club y a dormir temprano como un recluta exhausto. Si lo que estuviera en juego fuera menos importante, yo me crisparía ante la simple idea de tener que conocer el día a día de aquella mujer. Pero no había un modo de hacer aquello por la mitad, así que metía los brazos hasta los codos en ese asunto con gran entusiasmo.

El primer mes ella fue a tres cenas en casas de personas, cuatro fiestas en lugares públicos, muchos restaurantes. Lacerda solo iba cuando eran cenas, a las fiestas ella iba sola o con amigos. Celso consiguió infiltrarse en una de estas fiestas, la del Círculo de los Decoradores. Para suerte nuestra, la fiesta debía ser aburridísima; y Liliane se recostó en la barra del bar y prácticamente no salió más de allí. No dio ningún gran escándalo, pero se tomó cuatro tragos de Gin Tónica. Hace unos veinte años, no habría nada de malo en eso, pero ahora, sí era algo. Aún más porque fue ella la que salió de la fiesta conduciendo el coche, si eso no es irresponsabilidad, ¿qué es entonces? Celso tenía una secuencia de fotos en el móvil que Hugo le había comprado. La mejor de todas la mostraba inclinada sobre la barra del bar, sujetando la credencial del bartender, posiblemente para leer mejor el nombre escrito. Tal vez por imaginarme en superioridad, tuve un momento de simpatía por ella – conseguí incluirla en la historia de la lagartija, del pajarito y del sereno del edificio de Tijuca, con aquella conciencia aguda de que, más allá de todo, éramos una misma cosa. ¿Por qué entonces ella tenía que amenazarme, y obligarme a atacarla? ¿Por qué no se olvidaba de nosotros y se volvía a Europa para morir en el tal accidente de lancha?

En el Cipriani, con otra pareja, tuvo una discusión áspera con Lacerda. Después, los dos se pasaron casi toda la noche callados, pero prácticamente no tomó nada. En la Capricciosa Lacerda no estaba, y ella parecía muy alegre, dividió tres botellas de vino con cuatro amigos y acabó la noche con la cabeza en el hombro de uno de ellos.

La situación continuó así por más o menos unos dos meses. Nos habíamos convertido en una especie de sociedad secreta de voyeurs. Celso admitió que ya era un adicto y dijo que se había peleado con una casi novia para no perder sus noches atrás de Liliane. Lo mejor de todo es que, hasta aquel momento, ella no había hecho nada que concretizara nuestro mayor miedo. Las reuniones pasaron a ser francamente divertidas y no demoró mucho para que se convirtieran en cenas. Las semanas siguientes, Liliane fue al motel Escort, en São Conrado, con el ex profesor del grupo de estudio de filosofía, teníamos fotos del coche con los dos en la recepción, pero no nos servirían de mucho. Se hizo un peeling. Armó un lío en la tienda Armani del Fashion Mall, desgraciadamente no fue robando, lo cual sería lo ideal, sino reclamando de una tarjeta de crédito rechazada. Se recortó el pelo y se retocó el tinte sin darle propina a nadie en la peluquería. Pasó un fin de semana con Lacerda y una amiga en Angra. Tal vez el recuerdo del comienzo del romance no fuera tan dulce como decía, a fin de cuentas, porque el sábado lloró sola en la playa, después trató a Lacerda con mucha rispidez y acabó yéndose a dormir al apartamento de huéspedes donde la amiga estaba, del lado de fuera de la casa, desde donde las dos solo salieron al día siguiente por la tarde, desgreñadas y soñolientas.


5.

Yo había conseguido finalmente hacer dos mil metros en la piscina; por la noche estaba demasiado soñolienta para contarle un cuento a Guilherme antes de que se durmiera. Le pedí a Elza que lo hiciera por mí y fui a preparar una pasta. Hugo e Iara estaban conmigo en la cocina esperando a Celso, que llegaba siempre más tarde por causa de la universidad. Iara había conseguido la información más importante desde que nuestra investigación había empezado: los dos hijos y la hija de Lacerda habían llegado hacía algunos días de Portugal, estaban en un hotel y todavía no habían visto a su padre. Esto era una excelente noticia. Quería decir que estaban peleados. El matrimonio con Liliane, si no fuera el motivo principal, con toda seguridad no mejoraba en nada la situación. Había cosas en juego como un banco, varias propiedades en Europa, viñas, Liliane podía ser pulverizada en el litigio. Y sin Lacerda a su lado, sus chances de conseguir la patria potestad de Guilherme serían muy pequeñas, comenzando por los honorarios de abogados que no podría pagar. Era realmente una gran noticia. Le eché un poco de pimienta negra a la salsa, después un puñado de salvia. Oímos el coche de Celso aparcando en los fondos. Él siempre frenaba bruscamente y esperaba que la música se acabara antes de apagar el equipo de música y salir. Medio sin sentirlo, dejamos de hablar los tres para seguir los movimientos de Celso allá afuera. Puse la salsa en una fuente. Estábamos felices, relajados. Hugo reaccionó ligeramente perplejo con la música que venía del coche.

_ Qué extraño... últimamente están tocando Dark Side of The Moon en todos los lugares adonde voy.

_ Es aquel mismo disco mío, le hice una copia a él, si no el chico solo oye metal _ respondió Iara medio distraída.

Bueno, pensé mientras respiraba hondo y escurría el farfalle, Iara no tiene coche. Si tuviera, habría una posibilidad de que Hugo hubiera oído en el coche de ella algún disco al cual ella se pudiera referir como “aquel mismo disco mío”, presuponiendo que él lo conociera bien. Ella podía andar en el coche de él, lo cual era razonable, pero difícilmente llevaría un disco suyo para oírlo. No una muchacha de veintipico de años; una chica de trece tal vez lo llevase. Así que “aquel mismo disco mío” estaba en su casa, y su casa era uno de los lugares adonde él andaba yendo “últimamente”. La rápida mirada de censura de él a ella que vi reflejada en la tostadera cromada en la repisa no hizo ninguna diferencia porque yo ya estaba segura. Continué de espaldas a los dos mientras dejaba la cazuela en el fregadero. Cuando me viré, di mi sonrisa más invitadora y salí con la fuente de pasta hacia la sala.

Al día siguiente fui a la piscina a las siete de la mañana y casi me maté de tanto nadar. No lograba entenderme con mi respiración, me estaba quemando toda por dentro, sentía que me iba a desmayar cada vez que daba con la mano en el borde. En general me encanta quedarme exhausta, el cansancio físico es un premio. Mi profesor siempre lo supo, entonces se acostumbró a verme salir semimuerta de dentro del agua. Pero esta vez no quería salir. Estaba al lado de la escalera, casi sin respiración, cuando él se metió en la piscina saltando a mi lado y me preguntó si estaba bien. No conseguí responderle, me quedé solo mirándolo a la cara. Convivía con él hacía más tiempo de lo que estaba casada, sumando los dos períodos. Nos conocíamos hace años, ya habíamos conversado sobre absolutamente todo, hablábamos de las noticias de la mañana, intercambiábamos medicinas para el catarro, eventualmente me apretaba los hombros cuando yo terminaba la clase llena de dolores. Fue él quien me llevó al hospital cuando me corté la quijada en los azulejos del borde. Intenté retomar el aliento, lo sujeté por el brazo y le dije que me hacía falta un favor suyo enorme. Le dije que lo consideraba un amigo. Él me respondió medio en broma que también me consideraba una amiga, a pesar de que yo hubiera desaparecido por tanto tiempo sin dar ninguna noticia. Con la respiración aún entrecortada, le pedí que no pensase que yo estaba loca y le expliqué que estaba muy enojada con mi marido, pero que al mismo tiempo me estaba muriendo de ganas de follar, solo que yo era pésima para resolver este tipo de cosa sola, y no quería recurrir a un extraño. Él me miraba con la boca entreabierta. ¿Follaría él conmigo, como amigo? Le expliqué que no tenía que ser nada del otro mundo y que si él no quisiese yo lo entendería perfectamente. Él continuó parado. Le recordé además que sería un favor, que si a él le hiciera falta algo de mí, solo tenía que decírmelo. Finalmente él me preguntó “¿cuándo?” A la hora de la cena sería bueno, si él no tuviera nada que hacer aquella noche. Él me sugirió que nos encontrásemos a las siete y media en un restaurante japonés, en la calle del cementerio. Para mí daba igual, yo no iba a comer nada. Le dije que no se preocupara, que a las diez de la noche estaría libre para cualquier otro compromiso que tuviera.

A las siete y cuarenta llegué al restaurante japonés, él ya estaba allí. Pedimos saqué y cerveza. Él estaba nervioso y entusiasmado, me dijo que, sinceramente, no esperaba de ninguna manera que su jueves fuera a acabar de aquella forma. Yo estaba extrañamente calmada. Me di cuenta que casi nunca lo había visto seco y con ropa normal y tuve miedo de que eso pudiera interferir en algo nuestros planes. Fuimos en taxi para el motel (él era casado y tenía un Gol lleno de adhesivos en los cristales de las ventanillas, fácil de ser reconocido). En el camino me quedé pensando en la vez que oí su voz por primera vez, a través de una ventana, mientras me duchaba en los baños del vestuario del club. Una voz fuerte, con un deje un tanto canalla, de un tipo que ya no se usa más. Todavía no le había visto la cara y aquella voz ya me estaba reverberando en la barriga debajo de la ducha. Lo oí uno, dos, tres días seguidos. Al cuarto día salí del baño directo para la secretaría y me cambié para su grupo como si fuera la cosa más inocente del mundo. Acabamos haciéndonos amigos. Él se divertía muchísimo cuando me veía llegar de resaca, bromeaba conmigo cuando me veía un teléfono escrito a bolígrafo en la palma de la mano, le gustó mucho cuando le conté que me había casado como quien cuenta que se sacó el apéndice, como una cosa buena pero que tiene una cierta molestia empotrada _ como un hombre hablaría de su matrimonio. Sin quererlo me pregunté si no estaría a punto de echar a perder algo, pero me quité esta idea de la cabeza. ¿Vamos a no pensar?, pensé. ¿Vamos a cerrar los ojos para no ver esos espejos horribles y dejar que el tipo haga lo que tiene que hacer, y responder, y ver qué es lo que sale? Entonces lo besé en la boca ligeramente (todavía no nos habíamos besado) y la suerte fue que solté un gemido de alivio durante el beso, un gemido pequeño, sincero, que fue subiendo como una espiral de humo dentro de la habitación, expandiéndose, latiendo. Creo que fue en este momento que todo comenzó a funcionar. Aunque nunca me gustaron especialmente las primeras veces (porque es aquello: no se zambulle uno de cabeza en un lago donde nunca se ha metido), pero yo solo tenía aquella primera vez, era o todo o nada y yo estaba jadeante, montada encima de una de sus piernas. Él me dijo bajito “calma”, mientras escupía bien lejos la envoltura del condón. Yo me defendí diciéndole “te avisé, te lo dije”, entre besos, y él respondió “me avisaste, claro que me avisaste”, mientras me arrancaba los pantalones junto con las bragas, en un solo movimiento lleno de de destreza.

Falté a las dos clases siguientes, porque pensé que era eso lo que él esperaba. A la tercera aparecí, pero él apenas me miró; me mandó a dar diez vueltas de crowl y seis de delfín y continuó conversando con el profesor a su lado. También era eso lo que yo esperaba. Ni quise secarme al final. Estaba saliendo apresurada, pisando con cuidado para no resbalar en el piso mojado, cuando él apareció cerca de mí y me preguntó si me había ayudado a resolver aquella situación. Me ayudaste, claro, mucho, le dije. Muchísimo, gracias, de verdad. Dejé un pequeño charco de agua en el lugar donde estaba y me fui pensando que quizá fuera mejor cambiar de horario nuevamente, pasar para el grupo de Magno.


6.

Guilherme aprendió a vestirse solo. Las flores en los jarrones de la sala fueron sucediéndose entre moradas, amarillas, rojas y blancas, siempre que me acordé de comprar flores. Del mercadillo vinieron mangos, mandarinas, uvas, después fresas, caquis, higos y mangos de nuevo, el otro verano. Éramos una familia. Conseguí acostumbrarme con Iara, incluso llegó a gustarme su presencia. No sé si esto hace alguna diferencia, pero sentí que entre ella y Hugo las cosas de cierta forma se acomodaron, como si fuera un segundo matrimonio. Estábamos en una calma chicha que ya duraba meses, cuando Liliane decidió llamar y pedir para ver a Guilherme a la salida de la escuela. Concordamos que yo no debería ir. A las cinco en punto de la tarde de este día me metí en un cine congelado para ver 007 por segunda vez. Supe que ella se quedó mirándolo de lejos la mayor parte del tiempo; cuando quiso acercarse para entregarle un chocolate a Guilherme, le pidió permiso a Hugo. Inmediatamente después se fue, sin decir nada. Principalmente sin mencionar una próxima vez.

Esa noche, cuando llegó a casa, Hugo me abrazó, me buscó el cuello. Tenía un olor a traje mezclado con alcohol. Me dijo que había cenado qué sé yo con quién y que a la vuelta, en el coche, había oído la canción más linda del mundo, Através da Vidraça, de Radamés Gnatalli, le hacía falta conseguir esta canción. Iba a buscarla en internet y en todas las tiendas que conocía. Hugo se entusiasmaba fácilmente con las cosas difíciles. Sentí que no debía interrumpirlo y le serví más vino. Ahora me tocaba a mí, me acordé de otra canción, no entendí cómo había vivido tanto tempo sin oírla: it’s gonna take a miracle. El alcohol tiene también este don, hace que se vea la importancia de lo que no es importante. Y Jesus, Alegria dos Homens? Y Veronica? Give Me love, Caravan! Algunas las teníamos en disco y las poníamos, otras no, y teníamos que cantarlas a todo volumen. Cuando estábamos en Cuesta Abajo, Guilherme se despertó y apareció en la puerta de la sala. Ambos lo miramos al mismo tiempo, el pelo oscuro despeinado, los pies blandos saliéndosele de los pantalones anchos del pijama, la sombra de una sonrisa en la cara de sueño. Pusimos los vasos de lado, al mismo tiempo, y nos quedamos mirando a ese niño.


* * *

Cabina de la tienda Espresso, con una blusa negra de raso. En realidad no es de raso, porque es menos brillante, pero aún así no es para usarla de día. La luz blanca de la cabina me llena los ojos de un espanto que yo no sabía que tenía, con aquella blusa negra.


* * *

Enfrento un sol de morirse y el tráfico de Laranjeiras porque creo que debería saludar a mi hermano de vez en cuando. La tienda continúa tan oscura que desde afuera uno no tiene una idea de lo que hay allí dentro. Puede ser que ni exista más una tienda, hay que avanzar en la oscuridad para estar uno seguro. El sol solo da en el escaparate empolvado. Sí, todavía hay una tienda allí dentro, que vende cosas usadas, no necesariamente antiguas. Por cierto, difícilmente antiguas. Quizá la única antigüedad verdadera sea aquella que está en un lugar destacado en el escaparate, dentro de su estuche de madera tallada. La estatuilla desnuda acostada, con la boca entreabierta hacia el vacío, los ojos dibujados con un solo trazo con tinta china, aquella sí es con toda seguridad una verdadera antigüedad china, y, cogiendo aquel sol estúpido de lleno, se va a desteñir, va a durar menos, va a convertirse - en un abrir y cerrar de ojos - en otra cosa vieja más sin valor de mi hermano Torcuato.


* * *

Casi durmiéndome. En la orilla de un río, alguien me da la mano y me ayuda a entrar en un barco de madera, pequeño y panzudo. Es noche cerrada y uso una especie de capa blanca, con mangas muy anchas y una capucha que me cubre el rostro, bajando casi hasta la altura de la quijada. Pero, por debajo de la capa, todo es de un negro indistinto, no se puede decir que exista un cuerpo allí. Quizá exista, pero no es seguro. Preocupada con la falta de dicho cuerpo, interrogo, con lo que serían mis ojos, a la persona sentada delante de mí y que está remando. Me responde que no hay problema, que yo estoy cansada, pero que continúo viva. Entonces pasamos por debajo de un haz estrecho de luz azulada, que baja perpendicular desde muy alto. Allí tengo valor de bajarme la capucha. Debajo de aquella luz siento que tengo un rostro, un relieve, y cierro los ojos agradecida como si hubiera recibido, después de una eternidad, una caricia.


7.

_ ¿Ya conseguiste una niñera, o continúas entrevistando a miles de mujeres como una loca?
Las risotadas salieron de atrás de una columna de ladrillos. ¿Dónde es que estoy? ¿En una delicatessen? ¿En un supermercado? ¿En una panadería? Algún lugar que tiene una columna ancha de ladrillos de demolición. Algún lugar en la Zona Sur, donde las mujeres como yo van a comprar algo que me hizo salir de casa pero que ya no tiene importancia. La voz que hizo la pregunta no la conozco, pero el aire deja de moverse durante aquellas risotadas. De pronto me doy cuenta de cómo la ciudad duele, la calle duele, y cómo conseguí atravesarlo todo ignorando ese dolor hasta llegar a este lugar con la columna de ladrillos. Porque la voz que respondió sí la reconozco: “sí, ya encontré una, por fin, no aguantaba más, al menos eso”. Sujeto una cosa en la mano, puede ser un pan, pero no reconozco qué es lo que es. Ella sale de atrás de la columna y no me ve. Hay personas de uniforme azul claro en vuelta y una de ellas me quita gentilmente de la mano lo que yo estaba sujetando y lo pone en una cesta de plástico. Creo que no era un pan, al fin y al cabo, era una caja de medicina, y yo estaba en una farmacia. Una farmacia con columnas de ladrillos, quién sabe.

Elza dimitió inmediatamente después de esto.

Algo explotó silencioso como una galaxia microscópica, dentro del cerebro de Hugo.


8.

Guilherme estaba en mis brazos, soñoliento y un poco distraído mirando las imágenes de la iglesia. Le pasaba el dedo por la frente de vez en cuando para apartarle los hilachos del cerquillo que le caían sobre los ojos. Ludmila tenía la cabeza agachada todo el tiempo, cogida de la mano con los dos hijos. En el banco de atrás estaba Iara, con los ojos muy rojos y la cara hinchada, y Claudio, que ahora trabajaba en Florianópolis y que había venido especialmente para la misa, aunque no hablara conmigo, lo que para mí era estupendo, si es que algo pudiera ser estupendo ahora. La iglesia estaba llena de conocidos de los cuales yo no sabía los nombres. La mayoría gente vieja; muchos con una llama pequeña y persistente en el fondo de los ojos, que yo distinguía por primera vez. Ninguna mujer que me llamara la atención todavía.

Guilherme comenzó a roncar ligeramente, con la cabeza sudada apoyada en mi cuello. Su sudor es puro, límpido como el calor que reverbera en el piso de un desierto. Un moscón verde brillante paró en el aire a poca distancia de mi cara. Quería que ella estuviera allí para tranquilizarme, que viniera a traerme un recado de lejos, de que en algún lugar estaban a mi favor, que yo podía olvidar el peso, la amenaza de aquellos días y finalmente respirar. Pero ella desistió de hacérmelo entender y huyó sin que yo pudiera ver hacia dónde. En algún momento, probablemente al final, cuando el cura dijese “podéis ir en paz”, Liliane cruzaría el enorme portón de madera empolvada, dejando para atrás la luz de la plaza Largo da Carioca y se sumergiría en la oscuridad fresca de la iglesia. Sus tacones harían un eco mientras ella avanzase por el pasillo entre los bancos, hasta pararse delante de mí. Extendería los brazos y a mí no me quedaría más nada que no fuera entregarle a Guilherme.

O entonces no, Inés, Celso e Iara me llevarían a comer algo, allí mismo en el centro de la ciudad. O de vuelta a casa. Yo tomaría una taza grande de café, recostaría la cabeza en la pared y cerraría los ojos sintiendo el calor de voces amigas, el sonido de un pequeño coche de bomberos que avanza por la sala y se desvía del perro que duerme. Una sierra cortando madera en alguna construcción bien lejos. Existe dentro de cada persona un arroyuelo, un hilo de agua. Hay pequeños puntos de luz también, que salen de nosotros como abejas de una colmena, y van a cruzarse en el cielo. Y flores abriéndose dentro de mi cabeza, racimos de flores retoñando. No pedí en la iglesia para ser desprotegida, lo pediría ahora: por favor, desprotégeme.


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Abril de 2007